martes, 12 de mayo de 2009

Alabanza del libro

Hay un ingenio electrónico que por ahora se llama Amazon Kindle 2 y que pretende ser la página de un libro.
De libro, nada. Es un estuche helado que te venden con una biblioteca “clásica” incorporada: 1,500 libros que algún angloparlante trepador habrá considerado “imprescindibles”, pero donde no estarán los libros ermitaños que descubriste en una librería de viejo, los libros infames que compraste para enriquecer tu lado oscuro, las cartas de aquel inquisidor portugués, el diario de Gide, el mamotreto de Francisco Delicado, el Cinema de los Sentidos Puros, las elegías inventadas de Xavier Abril, la Historia de la Nada, de Givone.
O sea que te venden la biblioteca que no escogiste, del mismo modo que compraste la casa que no ideaste y de la misma manera que toleras la televisión que no imaginabas o el gobierno por el que no votaste.
¿Y a eso le llaman progreso?
Pues ya me verán, escopeta en mano, mismo “Unabomber” de la lectura táctil, defendiendo los fueros de la arbitrariedad, la soberanía, el individuo y el derecho de escoger.
¿Así que me venden un aparato que finge ser un libro y una biblioteca que aspira a que la adopte? ¿Y todo para leer a Nabokov en una pantalla de cristal líquido, de modo que no puedo subrayar, con el lápiz que me dé la gana, aquello del “cetro del amor”? ¿Así que la civilización consiste en dejar al viejo herrero Gutenberg y permitir que cualquier Bill Gates me diga qué y cómo leo? ¿Así que en vez del sonido del paso de las páginas el parpadeo de la pantalla?
Uno de los pocos sueños que he podido realizar ha sido este modesto sueño de vivir entre libros. Mi casa es una librería con baños, un dormitorio amenazado por los libros, un mundo de papel.
Los libros han significado para mí la multitud de la que siempre huí, las conversaciones en las que no quise estar, los consejos que desdeñé, la sabiduría que quise beber en soledad, los personajes que habría querido ser, las palabras que no se me ocurrieron, los viajes que me perdí, las miserias que me sonaron cerca.
Victor Hugo escribió que algunos tienen bibliotecas así como un eunuco puede tener un harén. Puedo jurar por el Dios del que dudo (y que sé que no nos ama) que ese no es mi caso. No diré que he leído todo lo que tengo. Sí puedo decir que todo lo que tengo (que es muy poco) se lo debo a lo que he leído.
Un libro no es sólo el placer de la lectura. Es también textura, luminosidad del papel, belleza de la tipografía, sabiduría de los márgenes. Y es, sobre todo, vida orgánica. Es decir, capacidad de envejecer.
Un Amazon Kindle 2 podrá no lucir flamante pero no puede envejecer. Será constantemente superado por nuevas tecnologías de almacenamiento, pero jamás se amarillará.
Hay libros que se han gastado conmigo. Tienen en sus portadas y en sus páginas huellas de divorcios y mudanzas, heridas de gotera, despatarramientos y hasta desencuadernamientos por haberme quedado dormido sobre sus lomos. Con sus achaques, sus páginas dobladas en las puntas, su humedad y sus ácaros me recuerdan el tiempo transcurrido. Son un reloj coral, testigos ciegos.
Dicen que, en el futuro, 3,500 libros podrán caber en la memoria de uno de esos aparatos novedosos.
No lo dudo. Pienso que eso será perfecto para el minimalismo de lo que vendrá: departamentos estilo Tokio, colmenas-nichos, breves ataúdes surgidos de la falta de agua y la superpoblación. En ese mañana que ojalá no se cumpla sí será bueno que la biblioteca de un lector repose en la mesa de noche, junto al despertador.
Mientras tanto, nada como los libros.
¿Que la industria editorial vive de la pulpa del papel y ésta viene de los diezmados bosques?
Bueno, los libros no tienen la culpa de que la industria editorial publique, con cada vez más entusiasmo, toneladas de estupideces. Y, además, en estos tiempos de reciclaje el argumento de los bosques tiende a ser menos dramático.
En todo caso, hace miles de años unos simios ambiciosos y laríngeos bajaron de los árboles para empezar la aventura de ser hombres. No lo fueron primitivamente hasta que no domesticaron algunos cultivos. No lo hubieran sido más tarde de no haber inventado la escritura y el modo de reproducirla. El viaje fue de los bosques al libro, al puerto de los libros.

8 comentarios:

jimmy dijo...

Pasear por las playas de Viña del mar y ver esa fila de edificios que a la distancia le da un toque de balneario mediterráneo, se va desvaneciendo en la medida que nos vamos aproximando a dichas edificaciones. Al estar frente a ellas nos damos cuenta de que son en realidad edificios multifamiliares de gente humilde mal pintados y con poco mantenimiento, pero que habilmente estan edificadas para mostrar a la distancia todo lo contrario.
Esta visión es la misma que tenemos de chile, sus autoridades lo han maquillado muy bien. Mostrándonos un chile casi desarrollado, pero que en la realidad sigue siendo un pais tercermundista.
La pobreza no se ha desterrado, su maquinaria productiva no da mas, sus recursos se estan agotando, siguen dependiendo en gran medida del Cobre, la centralización agobia al pais, el individualismo y la falta de valores carcome a la juventud mapocha.
La drogadicción sigue en crecimiento dentro de la población y es un dolor de cabeza para las autoridades, y así seguiríamos dando razones para que la bruta y poco huevos o sea autoestima de la opinión pública peruana no siga viendo a este diminuto pais sureño, como ejemplo para nosotros. debemos mirar otros como Corea del sur, Tailandia, Francia, etc.
Asi que ya saben peruanos con mentalidad tercermundista y acriollados, la verdadera realidad de esa porqueria de país, es la que acabamos de mostrar.

Patrychio linchhhh de mierda estoy siguiendo tus pasos yo conozco chile y voy a publicar en un blog toda la porqueria que se pais en asi que estate atento...

Anónimo dijo...

¿Resistirán los libros el embate de la tecnología digital? ¿Cambiará Internet el modo en que leemos? ¿Existirán los autores cuando cada uno decida el final de una novela según su voluntad? ¿Llegará el día en que cualquiera pueda reescribir la trama de La guerra y la paz con un mouse? El 1º de noviembre, con motivo de la reapertura de la milenaria Biblioteca, la ciudad egipcia de Alejandría tuvo como anfitrión a Umberto Eco, quien ofreció una conferencia en inglés durante la cual respondió a estos y otros interrogantes. Publicado por el semanario Al-Ahram, Radar reproduce el texto completo de esa charla en la que Eco desplegó su habitual claridad para exponer por qué el libro permanecerá tanto como las cucharas, los cuchillos y la idea de Dios.


Tenemos tres tipos de memoria. La primera es orgánica: es la memoria de carne y sangre que administra nuestro cerebro. La segunda es mineral, y la humanidad la conoció bajo dos formas: hace miles de años era la memoria encarnada en las tabletas de arcilla y los obeliscos –algo muy habitual en Egipto-, en los que se tallaban toda clase de escritos; sin embargo, este segundo tipo corresponde también a la memoria electrónica de las computadoras de hoy, que están hechas de silicio. Y hemos conocido otro tipo de memoria, la memoria vegetal, representada por los primeros papiros –también muy habituales en Egipto- y, después, por los libros, que se hacen con papel. Permítanme soslayar el hecho de que, en cierto momento, el pergamino de los primeros códices fuera de origen orgánico, y que el primer papel estuviera hecho de tela y no de celulosa. Para simplificar, permítanme designar al libro como memoria vegetal.
En el pasado, éste fue un lugar dedicado a la conservación de los libros, como lo será también en el futuro; es y será, pues, un templo de la memoria vegetal. Durante siglos, las bibliotecas fueron la manera más importante de guardar nuestra sabiduría colectiva. Fueron y siguen siendo una especie de cerebro universal donde podemos recuperar lo que hemos olvidado y lo que todavía no conocemos. Si me permiten la metáfora, una biblioteca es la mejor imitación posible de una mente divina, en la que todo el universo se ve y se comprende al mismo tiempo. Una persona capaz de almacenar en su mente la información proporcionada por una gran biblioteca emularía, en cierta forma, a la mente de Dios. Es decir, inventamos bibliotecas porque sabemos que carecemos de poderes divinos, pero hacemos todo lo posible por imitarlos.
Construir, o mejor, reconstruir una de las bibliotecas más grandes del mundo puede sonar como un desafío o una provocación. A menudo, en artículos periodísticos o académicos, ciertos autores se enfrentan con la nueva era de las computadoras e Internet, y hablan de la posible “muerte de los libros”. Sin embargo, el hecho de que los libros puedan llegar a desaparecer –como los obeliscos o las tablas de arcilla de las civilizaciones antiguas- no sería una buena razón para suprimir las bibliotecas. Por el contrario, deben sobrevivir como museos que conservan los descubrimientos del pasado, de la misma manera que conservamos la piedra de Rosetta en un museo porque ya no estamos acostumbrados a tallar nuestros documentos en superficies minerales.
Sin embargo, mis plegarias en favor de las bibliotecas serán un poco más optimistas. Soy de los que todavía creen que el libro impreso tiene futuro, y que cualquier temor respecto de su desaparición es sólo un ejemplo más del terror milenarista que despiertan los finales de las cosas, entre ellas el mundo.
He contestado en muchas entrevistas preguntas del tipo: “¿Los nuevos medios electrónicos volverán obsoletos los libros? ¿Internet atenta contra la literatura? ¿La nueva civilización hipertextual eliminará la noción de autoría?”. Ante semejantes interrogantes, y teniendo en cuenta el tono aprensivo con el que los formulan, cualquiera que tenga una mente normal y bien equilibrada pensará que el entrevistador se tranquilizaría si la respuesta fuera: “No, no, tranquilos, todo está bien”. Error. Si les dijéramos que no, que ni los libros ni la literatura ni la figura del escritor van a desaparecer, los entrevistadores entrarían en pánico. Porque si nadie muere, ¿cuál es entonces la noticia? Publicar que murió un Premio Nobel es una flor de noticia; informar que goza de buena salud no le interesa a nadie –salvo, supongo, al Premio Nobel mismo.
Hoy quiero tratar de desmadejar una serie de temores. Aclarar nuestras ideas sobre estos problemas también puede ayudarnos a entender mejor qué entendemos normalmente por “libro”, “texto”, “literatura”, “interpretación”, etcétera. De ese modo veremos cómo una pregunta tonta puede generar muchas respuestas sabias, y cómo ésa es, probablemente, la función cultural de las entrevistas ingenuas.
Comencemos por una historia que es egipcia, aunque la haya contado un griego. Según dice Platón en su Fedro, cuando Hermes –o Theut, el supuesto inventor de la escritura– le presentó su invención al faraón Thamus, recibió muchos elogios, porque esa técnica desconocida les permitiría a los seres humanos recordar lo que de otro modo habrían olvidado. Pero el faraón Thamus no estaba del todo contento. “Mi experto Theut –le dijo–, la memoria es un gran don que debe vivir gracias al entrenamiento continuo. Con tu invención, las personas ya no se verán obligadas a ejercitarla. Recordarán las cosas, pero no por un esfuerzo interno sino por un dispositivo exterior.”
Podemos entender la preocupación de Thamus. La escritura, como cualquier otra nueva invención tecnológica, entumecería la misma facultad humana que fingía sustituir y reforzar. Era peligrosa porque disminuía las facultades de la mente y ofrecía a los seres humanos un alma petrificada, una caricatura de la mente, una memoria mineral.
El texto de Platón es por cierto irónico. Platón estaba desarrollando su polémica contra la escritura. Pero en su diálogo también fingía que el que pronunciaba el discurso era Sócrates, que nunca escribió nada. Si hoy en día nadie comparte las preocupaciones de Thamus es por dos razones muy simples. En primer lugar, sabemos que los libros no hacen que otra persona piense en nuestro lugar; por el contrario, son máquinas que producen nuevos pensamientos. Sólo después de la invención de la escritura fue posible escribir esa obra maestra de la memoria espontánea que es En busca del tiempo perdido de Proust. En segundo lugar, si en algún momento las personas necesitaron entrenar su memoria para recordar cosas, después de la invención de la escritura tuvieron que entrenarla también para recordar libros. Desafío y perfección de la memoria son los libros, que nunca la narcotizan. Sin embargo, el faraón expresaba un miedo que siempre reaparece: el de que un descubrimiento tecnológico pueda asesinar algo que consideramos precioso y fructífero.
Utilicé el verbo “asesinar” a propósito, porque, más o menos catorce siglos después, en su novela histórica Nuestra Señora de París, Víctor Hugo narró la historia de un sacerdote, Claude Frollo, que observaba con tristeza las torres de su catedral. La historia de Nuestra Señora de París transcurre en el siglo XV, después de la invención de la imprenta. Antes, los manuscritos quedaban reservados a una restringida elite de personas que sabían leer y escribir, y lo único que se les enseñaba a las masas eran las historias de la Biblia, la vida de Cristo y de los santos, los principios morales, y hasta hechos de la historia nacional o nociones elementales de geografía y ciencias naturales (la naturaleza de los pueblos desconocidos, las virtudes de determinadas hierbas o piedras): todo este conocimiento era proporcionado por las catedrales con su sistema de imágenes. Una catedral medieval era como un programa de TV permanente, siempre repetido, que se supone le decía a la gente todo lo que les era imprescindible para la vida diaria y la salvación eterna.
Ahora bien: Frollo tiene en su mesa un libro impreso y murmura “ceci tuera cela” (“esto matará a aquello”); en otras palabras: el libro matará a la catedral, el alfabeto matará a las imágenes. Alentando informaciones innecesarias, interpretaciones libres de las escrituras y curiosidades insanas, el libro distraerá a las personas de sus valores más importantes.
En los años sesenta, Marshall McLuhan publicó La galaxia Gutenberg, el libro en el que anunciaba que el modo lineal de pensamiento, apoyado en la invención de la imprenta, estaba a punto de ser reemplazado por un modo de percepción y entendimiento más global que se valdría de imágenes de TV u otras clases de dispositivos electrónicos. Puede que McLuhan no, pero muchos de sus lectores pusieron un dedo sobre la pantalla de la TV y después sobre un libro y dijeron: “Esto matará a aquello”. Si siguiera entre nosotros, McLuhan habría sido el primero en escribir algo así como El imperio Gutenberg contraataca. Ciertamente, una computadora es un instrumento con el cual se pueden producir y editar imágenes; y las instrucciones, ciertamente, se imparten mediante iconos; pero es igualmente cierto que la computadora se ha convertido en un instrumento alfabético antes que otra cosa. Por la pantalla de una computadora desfilan palabras y líneas, y para utilizarla hay que saber leer y escribir.
¿Hay diferencias entre la primera galaxia Gutenberg y la segunda? Muchas. La primera de todas: sólo los hoy arqueológicos procesadores de textos de comienzos de los ochenta proporcionaban una comunicación escrita lineal. Hoy las computadoras no son lineales; ofrecen una estructura hipertextual. Curiosamente, la computadora nació como una máquina de Turing, capaz de hacer un solo paso a la vez, y de hecho, en las profundidades de la máquina, el lenguaje todavía opera de ese modo, mediante una lógica binaria, de cero-uno, cero-uno. Sin embargo, el rendimiento de la máquina ya no es lineal: es una explosión de proyectiles semióticos. Su modelo no es tanto una línea recta sino una verdadera galaxia, donde todos pueden trazar conexiones inesperadas entre distintas estrellas hasta formar nuevas imágenes celestiales en cualquier nuevo punto de la navegación.
Sin embargo, es exactamente en este punto donde debemos empezar a deshilvanar la madeja, porque por estructura hipertextual solemos entender dos fenómenos muy diferentes. Primero tenemos el hipertexto textual. En un libro tradicional debemos leer de izquierda a derecha (o de derecha a izquierda, o de arriba a abajo, según las culturas), de un modo lineal. Podemos saltearnos páginas; llegados a la página 300, podemos volver a chequear o releer algo en la página 10. Pero eso implica un trabajo físico. Por el contrario, un texto hipertextual es una red multidimensional o un laberinto en los que cada punto o nodo puede potencialmente conectarse con cualquier otro nodo. En segundo lugar tenemos el hipertexto sistémico. La Web es la Gran Madre de Todos los Hipertextos, una biblioteca mundial donde podemos, o podremos a corto plazo, reunir todos los libros que deseemos. La Web es el sistema general de todos los hipertextos existentes.
Esta diferencia entre texto y sistema es enormemente importante. Por ahora déjenme terminar con la más ingenua de las preguntas que suelen hacernos, una pregunta donde la diferencia a la que aludimos no se advierte con total claridad. Pero respondiéndola podremos clarificar otra posterior. La pregunta ingenua es: “Los disquetes hipertextuales, Internet o los sistemas multimedia, ¿volverán obsoleto al libro?”. Y así llegamos al último capítulo de la historia de esto-matará-a-aquello. Pero aun esta pregunta es confusa, puesto que puede ser formulada de dos maneras distintas: a) ¿Desaparecerán los libros en tanto objetos físicos?; y (b) ¿Desaparecerán los libros en tanto objetos virtuales?
Déjenme contestar primero la primera. Aun después de la invención de la imprenta, los libros nunca fueron el único medio de adquirir información. También había pinturas, imágenes populares impresas, enseñanzas orales, etcétera. El libro sólo demostró ser el instrumento más conveniente para transmitir información. Hay dos clases de libros: para leer y para consultar. En los primeros, el modo normal de lectura es el que yo llamaría “estilo novela policial”. Empezamos por la primera página, en la que el autor dice que ha ocurrido un crimen, seguimos el derrotero hasta el final y descubrimos que el culpable es el mayordomo. Fin del libro y fin de la experiencia de su lectura.
Luego están los libros para consultar, como las enciclopedias y los manuales. Las enciclopedias fueron concebidas para ser consultadas, nunca para ser leídas de la primera a la última página. Generalmente tomamos un volumen de una enciclopedia para saber o recordar cuándo murió Napoleón, o cuál es la fórmula química del ácido sulfúrico. Los eruditos usan las enciclopedias de manera más sofisticada. Por ejemplo, si quiero saber si es posible que Napoleón conociera a Kant, tengo que tomar el volumen K y el volumen N de mi enciclopedia. Y descubriré que Napoleón nació en 1769 y murió en 1821, y que Kant nació en 1724 y murió en 1804, cuando Napoleón era emperador. No es imposible, por lo tanto, que los dos se hayan visto alguna vez. Puede que para confirmarlo tenga que consultar una biografía de Kant, o de Napoleón, pero una pequeña biografía de Napoleón –que conoció a tanta gente- puede haber pasado por alto el encuentro con Kant, mientras que una biografía de Kant posiblemente registre su encuentro con Napoleón. En pocas palabras: debo revisar los muchos libros de los muchos estantes de mi biblioteca y tomar notas para comparar más adelante todos los datos que recogí. Todo eso me cuesta un doloroso esfuerzo físico.
Con el hipertexto, sin embargo, puedo navegar a través de toda la red-enciclopedia. Y puedo hacer mi trabajo en unos pocos segundos o minutos.
Los hipertextos volverán obsoletos, ciertamente, las enciclopedias y los manuales. Ayer nomás era posible tener una enciclopedia entera en CD-ROM; hoy es posible disponer de ella en línea, con la ventaja de que esto permite la remisión y la recuperación no lineal de la información. Todos los discos compactos, más la computadora, ocuparán un quinto del espacio ocupado por una enciclopedia impresa. Un CD-ROM es más fácil de transportar que una enciclopedia impresa y es más fácil de poner al día. En un futuro cercano, los estantes que las enciclopedias ocupan en mi casa –así como los metros y metros que ocupan en las bibliotecas públicas– podrán quedar libres, y no habría mayores razones para protestar. Recordemos que para muchos, una enciclopedia multivolumen es un sueño imposible, y no solamente por el costo de los volúmenes sino por el costo de las paredes en las que esos volúmenes deben instalarse.
Sin embargo, ¿puede un disco hipertextual o la Web reemplazar a los libros que están hechos para ser leídos? Una vez más, tenemos que definir si la pregunta alude a los libros como objetos físicos o virtuales. Una vez más, déjenme considerar primero el problema físico. Buenas noticias: los libros seguirán siendo imprescindibles, no solamente para la literatura sino para cualquier circunstancia en la que se necesite leer cuidadosamente, no sólo para recibir información sino también para especular sobre ella. Leer una pantalla de computadora no es lo mismo que leer un libro. Piensen en el proceso de aprendizaje de un nuevo programa de computación. Generalmente el programa exhibe en la pantalla todas las instrucciones necesarias. Pero los usuarios, por lo general, prefieren leer las instrucciones impresas.
Después de haberme pasado doce horas ante la computadora, mis ojos están como dos pelotas de tenis y siento la necesidad de sentarme en mi confortable sillón y leer un diario, o quizás un buen poema. Opino, por lo tanto, que las computadoras están difundiendo una nueva forma de instrucción, pero son incapaces de satisfacer todas aquellas necesidades intelectuales que estimulan.
Hasta ahora, los libros siguen encarnando el medio más económico, flexible y fácil de usar para el transporte de información a bajo costo. La comunicación que provee la computadora corre delante de nosotros; los libros van a la par de nosotros, a nuestra misma velocidad. Si naufragamos en una isla desierta, donde no hay posibilidad de conectar una computadora, el libro sigue siendo un instrumento valioso. Aun si tuviéramos una computadora con batería solar, no nos sería fácil leer en la pantalla mientras descansamos en una hamaca. Los libros siguen siendo los mejores compañeros de naufragio. Los libros son de esa clase de instrumentos que, una vez inventados, no pudieron ser mejorados, simplemente porque son buenos. Como el martillo, el cuchillo, la cuchara o la tijera.

julio dijo...

pedro, es sarcasmo si no lo has captado. lo captarás mejor en los próximos días. esto es para borrar.

Anónimo dijo...

Felicitaciones a Hildebrandt. Excelente artìculo!!

Anónimo dijo...

MUY BUEN ARTICULO, UNA VES MAS.

FELICITACIONES

cocumen dijo...

Si pues, el libro es tal vez el mejor invento del hombre dado que le permite aprender sin necesidad de un tutor o guía en su forma presencial. La libertad tiene tiene como gran aliado al libro.

Ahora, la idea que desaparezca el libro impreso tal vez pueda influir cierta amenaza a nuestra forma de querer algunas cosas del mundo, aquellos que les gusta la lectura sienten mucho afecto a los libros y parte de ese afecto es algo tan tonto como visitar librerías o bibliotecas en busca de un nuevo titulo.

Pero, en el fondo todo lo anterior se convierte en un pensamiento romántico, algo ilusorio ante el avance incontenible de la tecnología, en todo caso podemos abonar a favor de la tecnología que todo paso que se ha dado en nombre de ésta ha sido en pro del hombre, incluso la guerra ha sido caldo de cultivo para la creación de estupendos inventos. El tan novedoso sistema de posicionamiento global se ha creado en el ámbito militar hace más de 30 años por EE.UU.

Ahora es posible reunir "n" obras en un aparato pequeño que será de utilidad casi en exclusividad para aquellos que han nacido dentro de la era digital, osea para aquellos que van a dominar el mundo dentro de unos pocos años. Es algo inexorable y no me da pena.

el de siempre dijo...

Lo triste va a ser no poder recordar con melancolia los viejos cuentos con sus autenticos dibujos -ahora mal hechos sin fantasía y hasta vulgares- con sus hojas amarillentas repintadas y garabateadas con colores que la niñez te impulsa.

Ya no podre oler entre hojas como saboreando lo que esta por venir.

Ya no no buscare el libro por su pasta, por su color, su tamaño, por su autor. Ya no habra trabajo previo, ya no habran dudas a la hora de elegir con que empezar la semana. Ahora tendre que leer, lo que el otro quiere o quiera imponerme -no será acaso una forma de encaminar mentalmente al mundo a su nueva era; "La era de la estupidez" -.

Si la ciencia avanza es perfecto pero al menos déjennos elegir como educar a nuestros hijos con la buena lectura y no con porquerías

Anónimo dijo...

recomiendo por mi parte los siguientes libros:"el pulgar del panda" de stephen jay gould,"mas alla de la psicologia" de osho y "un cocodrilo para desayunar"de vitus droscher ,saludos