jueves, 31 de enero de 2008

Dudas de la señora

La señora Luisa María Cuculiza tiene la avaricia mental suficiente como para militar en el fujimorismo duro.
Y ayer, desde esos enlaces neurológicos rotos y chamuscados por las leyes de la herencia y la muy fatigante práctica del disimulo, la señora Cuculiza ha dicho algo extraordinario en defensa de su líder:
"Va a ser muy difícil presentar pruebas que demuestren que Fujimori solicitó matar a alguna persona”. Sí, lo dijo. Lo dijo en CPN Radio, que convirtió esa declaración en un despacho noticioso.
Con lo que se demuestra la desesperación que cunde entre los cómplices remotos (no mediatos) del grupo Colina y sus adjuntos.
En efecto, por más que la señora Cuculiza pudiera ser la novia perfecta de Forrest Gump, es imposible que ignore, es imposible que nadie le haya dicho que en la historia universal de la infamia no hay precedentes de un asesinato ordenado por escrito o pedido delante de testigos que sobrevivieran al evento.
¿Alguien escuchó a Hitler dar la orden respectiva sobre los campos de concentración?
¿Alguien encontró el memo de “la solución final”?
Cuando Pinochet soñaba con hacer volar a Carlos Prats –esposa incluida–, ¿acaso le entregó una orden operativa al jefe de la DINA, coronel Manuel Contreras?
¿Y acaso el muy marrano de Manuel Contreras firmó algo para darle la orden a su vez a Michael Townley, el que le puso la bomba-lapa a Prats en Buenos Aires?
Y cuando Anastasio Somoza decidió deshacerse de Pedro Joaquín Chamorro, director de “La Prensa” de Nicaragua, ¿le dio una orden rastreable al jefe de sus esbirros?
Y cuando el almirante Massera decidió que el local de la Escuela de Mecánica de la Armada iba a ser el centro de torturas más equipado y diabólico de la dictadura argentina, ¿pasó un memo a las entidades correspondientes?
Y cuando el ministro del Interior del régimen boliviano de García Meza, el inolvidable Luis Arce Gómez, mandaba a matar capos rivales del narcotráfico, ¿enviaba una grabación con su voz dando los detalles, un fax con su huella digital de general inhalante?
Y cuando José María Bordaberry era el títere de los militares uruguayos que mataron tantos inocentes como tupamaros, ¿dejó un epistolario que algún juez pudiera usar en su contra?
¿Y cuántas órdenes escritas, audibles o televisadas dejó Pablo Escobar?
¿Y dónde están los papeles que incriminan a Pol Pot, que mató a dos millones de camboyanos?
¿Y quién nos muestra una sola orden de ejecución firmada por Mao Tse Tung?
¿Qué papeles pudieron exhibir los enemigos de Stalin a la hora en que se descubrieron sus crímenes innumerables? ¿Alguno tenía su firma?
¿Y dónde está la orden firmada por Sánchez Cerro para que se cumplieran las cientos de ejecuciones de apristas en Trujillo?
La señora Cuculiza, deprimida quizás por el desfile de todos los Colina, consternada probablemente porque un Fujimori meado de terror dice ­ahora “que no sabía que el grupo Colina existía”, jurisperita toda ella y sabia como ­una lagartija, la señora Cuculiza, con todo respeto, exige ­ahora pruebas escritas: solicitudes de muerte en papel sellado, pedidos a la carta, órdenes operativas con posdatas sobre los detalles del arma a emplearse, memorandos con copia a Logística.
Y no, pues, señora Cuculiza.
Al almirantito Massera tampoco le encontraron la papelería del caso. Pero está preso. Como lo va a estar su jefe, que también era el jefe del grupo Colina. Porque el grupo Colina obedecía a la línea de mando del ­Ejército. Y el comandante supremo del Ejército era Fujimori, que, además, ascendió y premió y amnistió a los integrantes del grupo Colina. Y que dormía a diez pasos de donde ellos dormían a veces, cuando iban a operar.
Y, además, señora, todo tiene que estar claro porque usted sí que va a entender esta frase escrita por Séneca, un cordobés que nació cuatro años antes que Cristo:
“Quien pudiéndolo hacer no impide que se cometa un crimen, lo instiga”.
O esta otra, del mismo Séneca, señora, un filósofo romano que le dicen:
“Aquel a quien el crimen beneficia, ése es quien lo ha cometido”.
¿Ve que estaba claro, mi señora?

miércoles, 30 de enero de 2008

¡Francia defiende a su banca!

Esta noticia no le va a gustar nada al ­idiotismo ultraliberal, el taradismo chicagodo y al sinvergüenza de PPK, que es solista de Filarmonía y le arrima el piano al Estado para ­evitar que Barrick pague 140 millones de dólares a la Sunat, pura cultura del malecón de Eisha, oiga usted.
Y dice así: “Francia advierte que defenderá al Banco Société Générale de los predadores”. Ese es el titular del despacho parisino de la agencia Reuters. El contenido es todavía más incómodo para la manga de felpudos mentales salidos de las universidades tipo UPC:
“El gobierno francés está determinado a que SocGen siga siendo un gran banco francés”, dijo al parlamento el primer ministro François Fillon.
“No permitiremos tampoco, añadió el jefe del gobierno francés, que el SocGen sea blanco de ofertas hostiles de otras compañías”.
La primera advertencia estaba dirigida a los bancos ingleses Barclays PLC y HSBC Holdings, que se alistaban a lanzar sus Opas carroñeras a 92 euros la acción (las acciones de Société Générale habían bajado 21 por ciento desde el 18 de enero, cuando estalló el escándalo).
La segunda se enfila al banco más gordo de Francia, el BNP Paribas, que aspiraba a ser el nuevo ogro de la banca francesa tras comerse, en un banquete caníbal de cinco tenedores, al SocGen.
Pero he aquí que el gobierno de derechas de Nicolás Sarkozy, el gobierno conservador de la ministra de economía Christine Lagarde, conserva un concepto claro de lo nacional y sabe perfectamente que la mano invisible de Adam Smith suele blandir mucho más una chaveta que una balanza. Y sabe, por supuesto, que eso de que el mercado es intocable es ñanga para niñatos y despistados de América del Sur.
Así que ya saben. Ni intenten medrar con la desgracia de Société Générale.
Lo que sí va a tener que hacer el banco presidido por Daniel Bouton es convencer a sus acionistas y clientes de que, a partir de ahora, dejará de hacer el papel de idiota internacional permitiendo que un operador de 31 años les cree un forado de 4,900 millones de euros (unos 7,200 millones de dólares).
Y la verdad es que esa será una tarea difícil. Nadie puede creer que un banco que tiene 144 años de historia puede ser tan vulnerable a las locuras bursátiles de un ejecutivo menos que medio.
La fiscalía francesa ya ha rechazado las acusaciones de fraude y ha dejado libre, bajo fianza, a Jerome Kerviel, que así se llama este dinamitero de la intermediación de valores. La investigación se centra, por ahora, en un supuesto abuso de confianza. ¿Cómo hizo este yupi de discoteca y carro veloz para equivocarse tanto? ¿Por qué los ejecutivos de SocGen no lo pusieron en su sitio cuando, en noviembre pasado, Eurex –una supervisora de derivados controlada por Deutsche Boerse– les advirtió sobre “el exceso de optimismo” de algunas decisiones de Kerviel? Son preguntas hasta ahora sin más respuesta que la indignación de los franceses.
El problema de fondo quizás no sea Kerviel ni el destino a veces aciago ni la naturaleza mudable de las bolsas. El problema mayor puede ser que el capitalismo se ha convertido en algo tan ferozmente veloz, financiero y oportunista que gente como Kerviel es puesta allí, al pie del cañón, precisamente para tomar decisiones fulminantes que pueden significar billones de ganancias. Porque el capitalismo del siglo XXI especula mucho más que produce y necesita tigres hambrientos que sepan qué manada se ve débil al abrir la bolsa de Tokio y qué gigante está a punto de perder las pelotas en la bolsa de Múnich, por la tarde. Esto, desde luego, nada tiene que ver con los banqueros que dicen emplear modelos matemáticos en el análisis de riesgos. ¡Pamplinas! ¡Hay mucho más de Kerviel que de ecuaciones en las embestidas bursátiles!
Y entonces no es que Société Générale esté en falta. Es que el concepto carnicero de la banca actual supone, inexorablemente, que gente como Kerviel tenga amplios poderes para decidir en qué momento el paseo por el Serengueti debe convertirse en caza mayor. Que una bala dumdum dé en la cabeza del guía es un riesgo que debe calcularse.
Kerviel no es un fracaso como operador en el mercado volátil de las bolsas. Es el fiel servidor de un esquema pleno de adrenalina que hizo de SocGen una potencia mundial en derivados y, en 24 horas, un símbolo nacional al que el gobierno ha debido de resguardar como si se tratara del Museo del Impresionismo

martes, 29 de enero de 2008

El megaFujimori de Indonesia

Cuando se supo que el ciudadano nipón Alberto Fujimori Fujimori iba a ser extraditado desde Chile, a Luis González Posada no se le ocurrió mejor cosa que decir que el citado hampón “sería tratado tal como lo requería su investidura”. Se refería, desde luego, al hecho de que Fujimori hubiese ocupado, primero, y usurpado, después, un cargo que los Echenique y los Leguía ya se habían encargado de manchar antes que él.
Pasar por la presidencia puede proveerte, en países bárbaros como Indonesia o Perú, de un blindaje que sólo cesará con la muerte. Es el caso de Haji Mohammad Suharto, el vastísimo asesino que “limpió” a su país del peligro marxista, en nombre, claro, de los Estados Unidos y con la anuencia europea, especialmente británica.
Nadie se ha puesto de ­acuerdo con la cantidad de muertes que produjo el genocidio suhartiano. Los cálculos menos catastrofistas se refieren a unas 500,000 víctimas mortales.
Los papeles desclasificados de la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos demuestran hasta qué punto estuvo la CIA implicada en el ascenso al poder de este general que había estudiado en una escuela militar holandesa y que había sido parte de una milicia de ocupación japonesa durante la segunda guerra mundial.
Se sentía tan seguro de que lo que iba a hacer refundaría a Indonesia sobre un nuevo océano de sangre, que Suharto bautizó a su gobierno como “el del nuevo orden”. Era el año 1965. Lo primero que hizo fue proscribir los sindicatos. El mismo día declaró ­ilegal al Partido Comunista de Indonesia (PKI), el más importante en la política del archipiélago. Por la noche ya estaba instalada la censura de prensa, purgado el parlamento y empezado a funcionar el aparato de los escuadrones de la muerte. El siguiente gesto del nuevo súbdito de Washington fue romper relaciones con la China de Mao.
El más importante escritor indonesio, Pramoedya Ananta Toer, fue encarcelado en uno de los campos de concentración de la isla de Buru. Treinta años después, Ananta publicaría “El soliloquio del mudo”, un libro autobiográfico sobre lo padecido en Buru y una de las fuentes más socorridas para entender qué pasó en la Indonesia de Suharto.
Suharto era, como se ve, un asesino de exportación. Y, por supuesto, un ladrón consumado.
Alguna vez la revista “Time”-Asia calculó la fortuna de la familia Suharto en ­unos quince mil millones de dólares, con 36,000 kilómetros cuadrados de propiedades en Indonesia y Timor. Tras su salida del poder algunos pretendieron someterlo a juicio. Las fuerzas de la corrupción lo protegieron con la excusa de sus achaques seniles. Lo único que se pudo lograr fue una condena de 15 años de cárcel para su hijo, el hediondo Tommy Suharto, por haber ordenado el asesinato de un juez que lo condenó en un caso de fraude de tierras.
Antier Suharto fue enterrado “con honores de jefe de Estado”. Merecidos se los tenía.

lunes, 28 de enero de 2008

Uchuraccay en perspectiva

Me tocó ver esos cuerpos muertos a hachazos, esos sesos expuestos, esas caras color ceniza con una mueca de estupefacción o de miedo final, tan final como inútil.
Estaban enterrados de dos en dos, uno sobre otro. Los comuneros de Uchuraccay los habían sacado de las tumbas para que fueran fotografiados y filmados. Eran órdenes.
El general Clemente Noel Moral había empezado la guerra sucia que era la respuesta castrense de esa época a la guerra salvaje impuesta por Sendero Luminoso.
Fujimori convertiría esa guerra sucia en doctrina y en hábito de los Colina y sus pandilleros. Pero la guerra sucia la fundó el general Clemente Noel Moral en Ayacucho durante los últimos días del mes de diciembre del año 1982.
El problema de la guerra sucia es que con ella, como se demostró en Vietnam, pierdes la guerra. Porque una guerra como la que nos enfrentó con Sendero no se gana con el contraterror de unos criminales uniformados. Se gana, precisamente, aislando el terror y demostrando la superioridad política y social del modelo que se defiende con las armas.
No íbamos a derrotar a Sendero para entregarles el Perú a Clemente Noel Moral o a su sucesor operativo, Martín Rivas.
Pero se lo entregamos a Fujimori, que era la guerra sucia en persona. La guerra sucia en contra de los partidos, el Congreso, la Constitución, la civilización, el poder judicial, el Tribunal Constitucional, la relativa tolerancia y la necesidad de la decencia.
Lo que quiero decir es que el general Clemente Noel Moral llegó a triunfar con Fujimori. Y con Fujimori estuvimos a punto de perder la guerra.
Un grupo de policías contestones, ajenos a Fujimori y a Montesinos, se empeñó en seguir con su lógica hasta que dio con Abimael Guzmán, el Pol Pot andino, el chico maltratado por su madrastra chilena, el kantiano que nunca entendió a Kant, el autoviudo de Augusta La Torre, el huachafo escritor de panfletos que sólo incendiaban la sintaxis.
Y con la caída del “presidente” Gonzalo cayó el jefe político y militar de una guerrilla que no se había institucionalizado. Sin cabeza, los “kmer” de Huamanga pasaron de la deriva a la impotencia.
Pero no lo olvidemos: si hubiera sido por Fujimori y su pandilla, muchos Taratas nos habrían emboscado. Y la guerrilla se alimenta del terror que el enemigo, confundido, dispersa indiscriminadamente.
Preguntemos al atómico ejército de Israel por qué no pudo derrotar a Hizbolá en ese Líbano cuyo sur casi terminó de destruir en la última invasión. Una cosa es tener las armas. Otra, tener la razón. Hablo, claro, de guerras no convencionales.
De Uchuraccay a Fujimori hay una delgada línea roja. A los periodistas que fueron a Uchuraccay los mató el manual del Ejército embarcado en un proyecto que supuso un baño de sangre. Con Fujimori murieron varios héroes de la prensa: el manual se había convertido en memorándum, en orden de operaciones.
El objetivo de Uchuraccay fue escarmentar. Los asesinatos de los ochenta, con Belaunde y García, tuvieron el mismo empeño. Tuvo que llegar Fujimori para que esa concepción de la guerra fuese plenamente asumida por el Estado. Fue en ese momento que barbarie y “democracia” se parecieron como una gota de sangre se parece a otra de sangre. Fue en ese momento que Sendero Luminoso empezó a hablar, con razón, “del equilibrio estratégico” de la guerra. Íbamos camino de las FARC. Un puñado de policías a los que no se ha homenajeado como se lo merecen cambió el curso de la historia.
Los reporteros de Uchuraccay no murieron en vano. Veinticinco años después nos recuerdan que fueron a averiguar la verdad sobre las muertes de Huaychao, uno de los primeros episodios de la guerra sucia. Y murieron tratando de saber qué había pasado, a despecho de un comunicado oficial encubridor. Se expusieron al peligro por cumplir el primer deber del periodismo: descubrir la verdad.
Hoy se lo recuerdan a todos y, especialmente, a los sinvergüenzas que han tomado la prensa para beneficio propio y asaltado sus redacciones y cabinas para enterrar verdades que incomodan. Si alguno de esos muertos supiera en qué se ha convertido hoy, en muchos sentidos, la “investigación periodística” y cómo es que ahora mucha prensa es anexo y eco de la gerencia de publicidad, si alguno regresara del hielo para saber si valió la pena lo pasado, lo más seguro es que se pasearía asombrado por la redacción y se iría lo más pronto en busca de algún amigo con el que tomarse un café y planear otro viaje arriesgado.
Para recordarnos qué alta pusieron la varilla, para eso están los compañeros invariables de Uchuraccay.

sábado, 26 de enero de 2008

Radioterapia

Si algo extraño de España –aparte de sus diarios, sus museos y sus librerías– son sus radios. Casi era un requisito ser inteligente para estar en ellas. Al revés que en la tele, donde era inexorable ser un imbécil para ser estelar.
Radios las había –las hay– de todos los matices y los más variados pelajes, pero todas reflejaban salud verbal, criterio, agudeza para la glosa y la pregunta, beligerancia de alto vuelo.
Aquí es un martirio escuchar radio. Te puede volver loco subir y bajar por ese dial tugurizado donde la imbecilidad compite con el retardo mental y todo termina en un empate por goleada.Aquí cualquiera está en la radio. El requisito es tener un aparato de fonación en relativo buen estado. Aquí lo que se requiere es de laringe. Lo demás –o sea la preparación, el talento, la amenidad– no se toma en cuenta.
El otro día íbamos a la playa y alguien en “Solarmonía”, la llamada radio cultural, entrevistaba al magnífico escritor Enrique Congrains.
Era una señora a quien no pude reconocer. Era una señora que no tenía la menor idea de la obra de Enrique Congrains, de la vida de Enrique Congrains, de las mujeres de Enrique Congrains, de las ideas o de las manías de Enrique Congrains, del estilo literario de Enrique Congrains y hasta de cómo se pronuncia el apellido Congrains. Pero entrevistaba a Enrique Congrains sueltísima de huesos (aunque no tanto de lengua). Y lo hacía en “la radio cultural del Perú”. Y lo hacía con el desenfado de quien no tiene ninguna reputación que cuidar.
En esa misma frecuencia, todos los días, al mediodía, un joven valor descerebrado nos propone el suplicio de su fabla salvaje. Y digo salvaje porque por ella no deben de haber pasado libros, asfaltos, aeropuertos, jefes de práctica, trípticos, noches de adrenalina, días de vino y rosas, Sofocleto siquiera, Vargas Vicuña por lo menos, ¿Castro Arenas? Nada. Detrás de ese cotorreo está el eco que sólo una aula vacía puede devolver. A esa hora desfilan promotores culturales, artistas plásticos, barítonos, escritores y algunos alucinados. Todos deben salir de esa cabina con la misma impresión: la de haber estado en una candid camera, sometidos a una trampa perversa que los obligó a escuchar (y responder) preguntas como esta:
-Ajá, Raúl, qué bueno verte…Dinos, qué estás haciendo ahora…
Y esa es “la radio cultural del Perú”.
Dicen que un tal Branny Zavala, que es el mismísimo Zavalita pero leído por Baruch Ivcher, ha impuesto el estilo del valetodo radial. Puede ser. Pero la verdad es que la radio peruana viene siendo hecha por fronterizos desde hace buen tiempo.
Claro que hay excepciones. Allí están “Mi novela favorita”, como programa, y Raúl Vargas o Augusto Álvarez Rodrich, como personajes. Pero “Mi novela favorita” es una gota en una catarata de programas dedicados a hablar de próstatas inflamadas, secreciones malolientes, tíos manoseadores –que en esas mugres se ha convertido RPP– y hasta Vargas y Álvarez Rodrich (o María Luisa del Río) parecen a veces aquejados de medianía, cansados de navegar en contra de la catarata.
Es que, claro, si basta con ser tuerto para qué abrir los dos ojos. Y si al otro lado está un señor de apellido chino que también trabaja en el Congreso y que sólo dice lugares comunes, para qué informarse mejor.
Aunque la verdad es que la mediocridad más absoluta no la tiene RPP en la competencia sino en su propio equipo. Se llama Ariel Segal, tiene un acento como que viene de La Guaira y sólo dice lo que a la embajada norteamericana y al jefe del Mossad en Lima les gusta oír: o sea que Hamas es perversa porque lanza cohetes, Israel se contiene porque si quisiera arrasaría, los palestinos son unos revoltosos muertos de hambre, sólo Siria quiere controlar el Líbano, Fatah no puede disciplinar a “los extremistas”, Olmert es un estadista serenísimo, Sharon fue una gran figura y –ah, se me olvidaba– Hugo Chávez e Irán tienen relaciones culposas y, además, carnales. Dice cosas como esas y cree estar educando a la pobre gente que rocía con su paporreta de dictado global.
Y esa es la radio más importante del país.
Con Segal de comentarista internacional y Raffo de habitual panelista.Cada día estoy más convencido de que embrutecer al soberano es parte de la agenda secreta del FMI. Porque diez minutos con Segal y ya estás listo para irte a Bagdad “a pelear por Occidente y sus valores eternos”. Cómo será este Segal que prefiero a su medio tocayo Erich Segal, el de esa novela huachafienta titulada “Love Story”.

viernes, 25 de enero de 2008

Grandes insultos

Una empleada de la compañía de gas en Valencia, una tal Vanesa G.T., decidió hace muy poco amenizar su vida cambiándole el nombre a uno de los clientes de la empresa. Así que a Antonio Badín Moreno, usuario de Gas Natural, le envío la próxima factura con su nuevo nombre: Antonio Gilipollas Caraculo, 57.62 euros.Cuando el destinatario recibió la cobranza con ese nombre (pero con sus datos personales y su dirección) creyó que era el documento falso de un bromista barriobajero. Pero cuando supo que no, que figuraba con ese nombre inolvidable en el sistema informático de Gas Natural, tomó las cosas en serio y entabló la demanda correspondiente. Probablemente no le molestó tanto el caraculo, que en España sólo quiere decir “persona ­inexpresiva”, sino el gilipollas, que en el “Inventario general de insultos” de Pancracio Celdrán aparece como ­uno de los peores: “…el gilipollas no es un simple tonto, sino que participa además de la condición espiritual del bocazas, del incontinente verbal que todo lo airea sin guardar secreto ni recato…”Las investigaciones de la empresa han conducido a una subcontratista y, dentro de ­ella, a una empleada con acceso a la computadora madre de Gas Natural. Ahora a Vanesa G.T. le espera, tras el despido, un proceso judicial “por daño a la imagen corporativa” y “desmedro moral de un cliente”.Pero nadie le quita lo bailado. Porque el gusto por la coprolalia no es sólo de algunos directores de periódico. Lo es también de la gente sencilla cuando quiere experimentar el poder hiriente del lenguaje: arma blanca por excelencia, filuda como daga iraquí, muchas veces degolladora imaginaria de quienes, simplemente, no están de acuerdo con nosotros. Pero una cosa es el insulto al azar como el inventado por Vanesa G.T. y otra el que lanza el arquero emboscado. Una cosa es la ofensa genérica y otra el ajuste de cuentas con alguien subrayado en la propia agenda.En España el insulto es una de las bellas artes y, de hecho, escritores de la celebridad de Camilo José Cela o Francisco Umbral lo elevaron a categorías próximas al séptimo cielo oriental. En sus “Memorias eróticas”, por ejemplo, Umbral traza biografías de cama de casi todas sus amantes y para eso describe, con indelicadeza realmente insultante, los supuestos méritos y las presuntas desventajas amatorias de sus víctimas. Bueno, en cuanto a Cela, su boca salió florida de Galicia para hacerse inmortal en toda la península.Y aquí, entre nosotros, el talento del agravio ha llegado a cumbres borrascosas. Hay en la literatura peruana ejemplos diversos –no, no estoy hablando del pobre Ampuero, afiliado a la grafomanía más bien–, pero, sin duda, los más convincentes son los de Alberto Hidalgo, casi un pornógrafo del odio, y José Santos Chocano, un caso raro de calumniador póstumo.Hidalgo llegó a escribir del golpista presidente Luis M. Sánchez Cerro cosas como esta: “Su nombre no se graba en tinta sino con repugnancia, y es lo que resta sobre el papel higiénico en la reserva de las letrinas, pues no hay trasero que no sepa escribirlo. Sánchez Cerro o el excremento…” (Diario de mi sentimiento, Buenos Aires, 1937).El drama de Hidalgo es que, como todo insultador profesional, suponía que su vitriolo era letal y que sus palabras fulminaban. Esa es, al fin y al cabo, la convicción matonesca de todo insultador: compensar su impotencia con el (imaginado) tiro de gracia de su pluma. Lo que pasa con Hidalgo es que tuvo la grandeza de decirlo y la locura suficiente para llevar esa confesión a la imprenta. Así, en el mismo capítulo dedicado a Sánchez Cerro, recapitula: “Sé que lo he muerto. Sé que este artículo es su tumba. ­Ahora, encima de esos adjetivos y sustantivos que lo retratan de cuerpo entero, para que le sirva de lápida pongo una capa de mierda…” El insultador cree ser el enterrador. Ignora, sin embargo, que la fosa es suya, que el ridículo le pertenece, que el tiempo trabajará en contra suya.Alguna vez, en pleno juicio por el homicidio del que fue perpetrador, el celebérrimo poeta José Santos Chocano le espetó a los magistrados que terminaron condenándolo a tres años de prisión: “¡Ustedes no valen lo que un mojón de Dulanto!” Ricardo Dulanto había sido su sufrido abogado defensor. Chocano había matado a sangre fría, en la puerta de “El Comercio”, a alguien a quien había insultado con el más ruin de los insultos. ­Ese alguien se llamó Edwin Elmore Letts y murió el 31 de octubre de 1925 a los 21 años de edad. ¿Cuál había sido su falta? Haber sido atrabiliario hasta la temeridad en un artículo escrito en contra del poeta, uno de los validos del corrupto régimen de Leguía. Ese mismo día Chocano lo había llamado por teléfono y le había preguntado: “¿Hablo con el hijo del traidor de Arica?”Eso era una vileza. Teo­doro Elmore, padre de Edwin, había sido acusado por cierta prensa irresponsable de haber revelado a los chilenos, como prisionero que fue de ellos, la localización de las minas puestas en las laderas del morro. No era cierto y la calumnia venía del diario “La Patria”, pierolista desde luego. Todo se aclararía después. Y aun así, Chocano, que podía ser y era un brillante canalla, agredió a Elmore con ese insulto anacrónico.Le pasó lo que le pasa a los insultadores crónicos: creyó haber matado al joven Elmore con su dicho. Cuando lo vio en la puerta de “El Comercio”, ese mismo día, seguramente no podía creerlo. Elmore no sólo estaba vivo sino que se acercó al poeta y lo abofeteó. Chocano extrajo un revólver y disparó a quemarropa. Elmore murió horas después.Chocano, desde la cárcel, demostró que quienes pensaban que él era lo más repulsivo que la egolatría había proferido en el Perú, tenían razón. Aun en prisión publicó un panfleto llamado “La hoguera” para seguir insultando a quien ya había matado de un balazo.Ese fue el mayor y el mejor de nuestros modernistas. Antes había sido asesor y escribidor de los discursos de Estrada Cabrera, el siniestro dictador guatemalteco. Hoy hasta los insultos han descendido de categoría en el Perú. De Hidalgo a los Wolfenson y de Chocano a Saravá: para pensar en qué momento nos jodimos tanto.

jueves, 24 de enero de 2008

Plaza de las ventas

Si una mujer registra la marca “Marinera” en Chile y su marido está en proceso de hacer lo mismo con la marca “Señor de los Milagros”, llegará el día en que un hombre como Donald Rumsfeld patente la marca “Guerra” y otro como Dick Cheney adquiera, de una vez por todas, la franquicia “Petróleo”.
Entonces habrá que pedir la venia de Rumsfeld antes de bombardear pueblos y bodas y el visto y bueno de Cheney para perforar las estepas de Siberia en busca de ese puré negro que se vende en barriles y que mueve al mundo.
¿Todo puede ser una marca registrable, no hay bienes comunes ni abstracciones que estén más allá de los negocios?
El asunto puede llevarnos a discusiones angustiantes. Si todo es susceptible de ser envasado en un registro y condenado a ser un código de barras en algún padrón administrativo, ¿qué pasará cuando a alguien se le ocurra ser titular de la marca “Dios”?
Bueno, eso, en realidad, ya ocurrió. La Iglesia Católica inscribió a “Dios” en su margesí de bienes, aunque dos ­otras empresas dedicadas a los mitos mayores hayan hecho lo mismo y exista una disputa de gigantes en algún Indecopi celestial.
La verdad es que es bastante hipócrita hacer un escándalo por eso de la Marinera Registrada. Porque vivimos en un mundo donde lo fenicio es ley y donde todo es susceptible de ser privatizable.
Estados Unidos, por ejemplo, se cree propietario de la marca Democracia y la esgrime cada vez que alguien lo desafía. No importa que en ­esa Democracia sólo haya dos partidos que se diferencian por sutilezas irrelevantes –los dos hubiesen invadido Afganistán, los dos votaron por la guerra farsante en contra de ­Irak, los dos creen que su país es la policía mundial– y que en ella los dueños de las corporaciones sean los que manden de verdad.
En este mundo de ­imágenes y apropiaciones ilícitas, de marcas y comercios, ¿no está acaso el espacio estratosférico lotizado por los que pueden financiar “estaciones internacionales” que sólo son de dos países? Y firmas como Monsanto, erizadas de abogados carísimos, ¿no se sienten acaso dueñas de una Nueva Soya, un Maíz Transgénico y un Trigo Mutante? Hasta la fauna empieza a ser metida en el inventario de activos de empresas dedicadas “a corregir a la naturaleza”.
La compañía que el corrompido Goñi Sánchez de Losada llevó de San Francisco a La Paz para que se apropiara del agua boliviana ¿no declaró ­acaso que las lluvias también le pertenecían?
¿Y no fue el grupo Colina un modo de privatizar la pena de muerte?
Privatizaciones y marcas: ­eso es el mundo de hoy. La marca Peronismo, que no quiere decir nada, es más importante que la marca Argentina, que tampoco quiere decir demasiado. Y la marca Proletariado, que estuvo en manos de Stalin durante muchos años, está hoy en desierta subasta. Y ahora resulta que la marca China, que hace 30 ­años se vinculaba a Pol Pot, se adjunta a Walmart y eso parece muy natural.
La marca Perú, por si acaso, hace rato que está en venta. Lo estuvo cuando la administraba la banda del Chino y en esa dirección se ha ratificado el doctor Alan García en Madrid, presentándose ante los empresarios españoles mucho más como un revendedor de lotes y de aires (o de lotes con sus aires), de bosques y de gases, de caídas de agua y puertos, que como un jefe de Estado. Y si la marca Perú está en venta –y Chile la ha estado comprando en cómodas cuotas–, ¿qué nos sorprende que a la Marinera la embalen y la metan en una caja fuerte de solar?

miércoles, 23 de enero de 2008

A Uceda con pala

Va Ricardo Uceda al juicio de Fujimori y dice que, según sus averiguaciones, a él casi le consta que Fujimori no sabía lo que ordenaba Martin Rivas a su pandilla. Y, claro, lo aplaude “La Razón”, lo viva Oscar Medelius, lo besa en una comisura Luz Salgado, lo desea Martha Hildebrandt.
Y saca Uceda una pala que parece que se compró en Sodimac la semana pasada –la pala con la que cava su propia tumba de testigo de descargo que Nakasaki saca de la manga– y balbucea más que nunca, como si hablase en inglés, y duda más que nunca –hace años que imita sin éxito el estilo interrupto de Enrique Zileri– y dice que con esa pala española es posible que enterraran a los muertos de La Cantuta, muertos que Fujimori aprobó no sólo dando la orden de matarlos –como bien sabe Umberto Jara, un fujimorista que ha tenido la decencia extravagante de decir la verdad– sino felicitando a sus asesinos, primero, ascendiéndolos, luego, y amnistiándolos, cuando ya el escándalo ­era internacional.
¿Y por qué dice Uceda que Fujimori no supo nada previamente de lo sucedido en Barrios Altos y La Cantuta? ¡Porque se lo contó “Kerosene”! ¿Que quién es “Kerosene”? ­Uno de los asesinos del grupo Colina, un tal Jesús Sosa Saavedra, el encargado de quemar cadáveres cuando era necesario calcinar a los que habían pasado el rito de los Colina.
No sólo eso. “Kerosene” también le dijo que lo de La Cantuta fue una “ocurrencia” de Martin Rivas. ¿Cómo? Sí, dijo Uceda, “Kerosene” le contó que ellos no estaban preparados para matar a nueve alumnos y un profesor de la universidad magisterial situada en Chosica. “Yo ni siquiera había llevado los implementos propios para un entierro clandestino”, le contó “Kerosene” al periodista que hoy parece tan misterioso como un sótano del SIE. ¿Los “implementos propios” para un entierro clandestino?
De allí, entonces, viene el asunto de la pala. Porque, según Ricardo Uceda, como “Kerosene” había ido a La Cantuta quizás a pasear por sus predios y a oler eucaliptos –no a matar, qué horror, cómo se le ocurre, en todo caso a interrogar nomás–, entonces, cuando al psicópata de Martin Rivas se le vino a la cabeza la idea de enfriarse a diez personas ­acusadas de nada y sospechosas de todo, en ese momento de emergencia, a “Kerosene” –según el creyente Uceda– se le ocurrió que, si iban a matar por orden “repentina” de ese loco, entonces había que contar con la pala que él, el quemador de cadáveres, no había llevado aquella noche de puro desavisado.
¿Y de dónde sacar una pala? “Kerosene” le contó a Uceda –y Uceda se lo creyó como si se lo contara al oído la mismísima Sonia Goldenberg– que, en ese momento de extrema urgencia, se le ocurrió ir al almacén de La Cantuta, ­abrirlo no se sabe cómo porque ya no había empleados, encontrar los interruptores del caso o hacer uso de una linterna que no figura en el relato, buscar entre sus anaqueles, encontrar el sitio de las palas de la jardinería (una pala de la Cooperación Española porque esas tenían marca y número de lote, ajá) y salir con su brillante hallazgo rumbo a la caravana de criminales que lo esperaba para partir hacia la playa donde harían lo que sabían hacer y hacían sistemáticamente.
¡Ya me imagino a “Kerosene” cantando de alegría con su pala al hombro, cantando como un minero asturiano rumbo a su carbón, caminando desde el almacén de La Cantuta –que pudo encontrar en medio de un operativo nocturno y encubierto donde todo debía ser rápido y discreto– hasta el lugar donde, seguramente, Martin Rivas lo esperaba feliz porque ahora sí “el instrumental estaba completo” y todo iba a ser como Dios manda! Es decir, con su pala respectiva.
¿Pero es que alguien puede creer esto?
¿Pero es que a Uceda le ha dado un derrame cerebral y es tan inteligente que nadie se ha dado cuenta?
¿O es que a tan reconocido hombre de prensa le han lavado el cerebro con champú para rubias? ¿Cómo puede alguien que ha sido tan brillante para investigar tragarse ese pejesapo de un bocado?
Y todavía dice que “Kerosene”, el quemador de cadáveres, le entregó, años más tarde, la pala que había guardado como un tesoro, la pala incriminatoria que él, criminal profesional, había conservado seguramente con sus preciosas huellas dactilares, la pala que había guardado para entregársela algún día, como terminó haciéndolo, al periodista que más contribuyó al descubrimiento del crimen de La Cantuta. ¡Qué “La fosa y el péndulo” ni qué ocho cuartos! Sosa es mejor que Poe. Y este cuento podría titularse “El giro en redondo de la pala”.
¿Y cómo llamar al cuento de Sosa (a) “Kerosene” diciéndole a Uceda que Martin Rivas hacía cosas muy malas sin permiso de Fujimori y que Fujimori no tenía nada que ver con quienes después premiaba, felicitaba, ascendía y amnistiaba?
Ese cuento debería de ganar el premio de “Caretas”. Y habría que añadirle el de La Lampa de Oro.

sábado, 19 de enero de 2008

Del Castillo y la decencia

No aparece en la primera plana de RPP, la voz del fujimorismo desde los tiempos en que Manuel Delgado Parker pisaba modosito las alfombras del SIN, la noticia de las declaraciones de Jorge del Castillo en el juicio fumigatorio que se le sigue al ex candidato al senado japonés Alberto Fujimori, o Alberto Kenya Fujimori, o Alberto Fujimori Fujimori.
Y eso es lógico: a la radio que se prestó a todas las inmundicias de la década pasada no le podía gustar que Jorge del Castillo sacara a la luz pública un documento firmado por el general Nicolás de Bari Hermoza Ríos en el que, bajo su firma, se solicitaba la detención de diversos personajes “por órdenes superiores”. Enfadada por el ataque a su padrino, RPP –con la voz de Miguel Jesús Calderón, el que, metafóricamente, barría el patio del SIN y sacaba el papel higiénico del baño de Matilde Pinchi– convocó de inmediato a un “experto” en ­asuntos judiciales (un tal Julio Rodríguez), quien señaló que Jorge del Castillo se había excedido porque había hablado, con la complacencia de la sala, de “temas que no forman parte de la acusación”.
Cuando el vocal Hugo Príncipe le preguntó al testigo quién era el superior de Hermoza Ríos, es decir quién le había ordenado a Hermoza que mandara a secuestrar ­opositores, Del Castillo contestó vigorosa y valientemente: “el acusado, en tanto que el ­acusado era comandante supremo de las Fuerzas Armadas y Hermoza era presidente del Comando Conjunto”.
El conocido defensor de malhechores (y esta es una de Gene Autry), el tal doctor Nakasaki, trató, luego, de decir que la presencia de un fiscal al quinto día del secuestro “demuestra que se trató de ­una detención ilegal, no de un secuestro”.
Y claro que fue un secuestro. Lo que pasa es que Nakasaki debía de estar defendiendo a otros jefes de banda por ese entonces y no se enteró de la presión internacional que hubo para liberar a los secuestrados la noche del 5 de abril de 1992. Yo estuve a cargo de la cobertura informativa que sobre el Perú hizo el diario ABC, en Madrid, y puedo dar fe de los cables de la OEA, de las demandas de Amnistía Internacional, del escándalo que se armó en la Internacional Socialista y de los pronunciamientos de distintos gobiernos europeos –empezando por el de España–, todo esto dirigido a que Fujimori soltara de inmediato a quienes estaban dados oficialmente como desaparecidos.
De modo que fue un secuestro en forma, con armas en ristre, golpes, empujones, terror, disparos al aire, uso de “nombres de guerra” y pasamontañas, prescindencia de todo ­asomo legal y hasta utilización de autos privados con la placa oculta. Todo en el mejor estilo López Rega y su triple A, que Montesinos admiraba por su eficacia gansteril, y porque, además, padecía de ­una “argentinofilia” crónica, demostrada más tarde con la compra de un departamento en Buenos Aires y con la importación del astrólogo Héctor Faisal, venido de un vertedero xeneise, como se sabe, para enseñar a insultar al gordo Bressani, que era una bestia el pobre.
Fue un secuestro que terminó, recién al quinto día, con médico legista y fiscal porque a Fujimori empezó a temblarle la voz cuando se enteró, por boca de Hernando de Soto, qué pasaba en el exterior y cuántas resistencias había creado la barbaridad cometida (por más que la gran chusma peruana aplaudiera al nuevo capataz palaciego).
Volviendo a lo de ayer, ¡cómo le ha dolido al fujimorismo la franqueza de Jorge del Castillo a la hora de precisar recuerdos incómodos y apabullantes!
Se sabe que al presidente del Consejo de Ministros le enviaron mensajes conciliatorios, ­unos, y amenazantes, ­otros, en los días precedentes. Los primeros le decían que se portara bien con Fujimori para que el apoyo del hampa parlamentaria fujimorista continuara como hasta ahora –algo que González Posada ­aprecia más de lo que debería–. Los segundos le advertían que si se portaba mal, el fujimorismo movería otro intento de interpelación y censura.
Todo indica que Jorge del Castillo ha preferido la decencia. Es más: todo indica que Jorge del Castillo podría haber desobedecido algunas sugerencias al hacer la faenota que hizo en la sala penal que juzga al reo en cárcel Fujimori Fujimori.
Porque lo testimoniado por Jorge del Castillo, un hombre de memoria privilegiada para detalles difíciles de retener, deberá conducir a la sala que juzga a Fujimori a pensar mucho antes de decidirse por la figura de “detención ilegal” que Nakasaki exige, Raffo pide a gruñidos ­amenazantes, Keiko clama y el propio Fujimori sueña como desenlace benévolo de su odisea penitenciaria.
Aclaremos: detención ilegal es cuando te llevan a una carceleta sin orden judicial o cuando te retienen una noche sin causa en una comisaría. Detención ilegal no puede ser llamado un operativo que utilizó tanquetas, altavoces que conminaban a la rendición en nombre del Comando Conjunto de la Fuerza Armada, forajidos de un grupo de exterminio del Servicio de Inteligencia. Y no puede llamarse detención ilegal a una reclusión de varios días donde nadie te pregunta nada, nadie te acusa de nada y todos se preocupan de que no tengas contacto alguno con el exterior. Y no es una detención ilegal la que te conduce, encapuchado hasta casi la asfixia, insultado y vejado, consciente de que tu vida corre peligro, hasta una instalación militar ¡la misma noche en que un traidor decide hacerse con todos los poderes y burlarse de la Constitución que juró defender! No, señores. Eso es un secuestro. Y es por eso que el testimonio de Jorge del Castillo, sumado al de Gustavo Gorriti, escalofría a los barracones del fujimorismo.
Del Castillo le ha dado una lección moral al país.