jueves, 25 de febrero de 2010

Cata y catita

Una de las industrias más rentables y a veces pintorescas inventadas en las últimas décadas es la de la cata de vinos.
Se supone siempre que el catador es un hombre de paladar sensible y de nariz inteligente, de lengua viva y de buen vivir, con mucho conocimiento sobre vides e historia y con una enorme información en relación a la siempre dinámica geografía del buen vino: la aparición de nuevas mixturas, la irrupción de países o regiones que se suman al mercado vitivinícola, la mejoría en la calidad de vinos antiguos, como el portugués, o de vinos recientes, como el sudafricano.
Todos recordamos el terremoto de 1976, el año en que, en una cata ciega organizada en París por la revista “Wine Spectator”, los vinos californianos del Valle del Napa derrotaron a los vinos franceses.
Como se sabe, esa nueva invasión de Normandía en clave espirituosa trajo consigo una guerra en la que estadounidenses y franceses se han dicho de todo y han empleado armas de todo calibre.
Hace unos años, por ejemplo, un equipo de televisión francés produjo un excelente reportaje sobre Robert Parker, gurú de la cata y director de la revista “Wine Advocate”, temida por sus calificaciones, “descubrimientos” y arbitrariedades.
Los franceses se vengaron de Parker, gran amigo de los vinos de la Ribera del Duero, mostrándolo en chancletas en su casa de California, grabando a su feo perro tirándose pedos y moviendo la cámara hacia piezas del mobiliario que no brillaban por su belleza. Como que querían demostrar que la cierta chusquedad privada de Parker lo descalificaba como árbitro de la exquisitez.
Como quizá alguna vez he dicho, para mí un buen vino es, junto al amor, lo más parecido a eso que algunos llamarían felicidad.
Y si vino y amor se juntan tendremos la certeza de que seremos envidiados por aquellos que beben cualquier cosa y aman lo que tuvieron a la mano.
Pero este catador aficionado, este bebedor ocasional de vinos sabe que hay muchas trampas en esto de las catas y, en nuestro caso, de las catitas (sí, porque aquí hay damitas que dicen que un buen borgoña de Surco te hará olvidar, cuando la verdad es que te producirá amnesia tóxica).
He conocido catadores de respeto, pero también he visto a supuestos conocedores del vino cuya vulgaridad de gustos y cuya manera tabernuda de vestir y de hablar hacen poco creíble su sapiencia como consejeros y degustadores.
En una industria que mueve cientos de miles de millones de dólares al año está claro que hay paladares a destajo que dirán que tal vino es excelente, cuando apenas es regular, y que tal otro es histórico, cuando apenas alcanza a ser bueno.
Porque en esto de los gustos, por supuesto, la suprema objetividad es una patraña y las mejores revistas sobre el vino han sido acusadas, alguna vez, de favorecer intereses comerciales o recibir estímulos para “entusiasmarse” con determinada cosecha.
No es casualidad que Robert Parker haya puesto en el primer lugar de la lista de los cien mejores vinos del 2009 a uno producido por su amigo Peter Sisseck, un enólogo danés afincado a orillas del Duero.
Y tampoco creo que sea casualidad pura que “Wine Spectator”, una revista que tiene un tiraje de dos millones de ejemplares, coloque en el top de su última lista a un vino estadounidense del valle de Columbia (estado de Washington).
Pero lo que está llegando a niveles sencillamente espectaculares de ilusionismo y “literaturalidad” es la prosa enológica, esa jerga de supuestos especialistas –los que dan vueltas a la copa y hacen buches repulsivos con el vino- que descubren lo que nadie puede compartir porque ocurre que no existe, los que ven canela donde hay ácido y saborean moras donde sólo hay un dejo de fermentos.
Cuídense entonces de textos publicitarios como este:
“Muy suave y aterciopelado, de largo final en boca con tonos frutados a moras, grosellas y pimienta verde...”
No lo dude: si un vino le recuerda a la pimienta verde, ¡escúpalo o llame a un policía!
La bodega argentina Humberto Canale, por ejemplo, debe de haber contratado a un escritor de tangos asesorado por el marqués de Valero de Palma para presentar a su íntimo Malbec con estas palabras:
“Vino rojo violáceo, con frutos rojos, notas especiadas, vainilla, coco y aguaribay (pimienta rosa). Boca de buena armonía y balances”.
Si a mí me sirvieran un vino que me recordara, aunque fuese con extrema sutileza, a un coco y a especias no definidas y a esa pimienta invasiva y, en este caso, rosa, pues lo que haría sería no pagarlo después de devolverlo. O irme a Indecopi a hacer una denuncia.
Eso de los “vinos aterciopelados” abunda. Por supuesto que no hay vinos aterciopelados. Como no los hay “amplios” ni “elegantes” ni “armoniosos”. Los buenos vinos son tautológicos: saben a sí mismos. Y nadie que sepa de vinos tendrá la insensatez de describir, ni siquiera aproximadamente, a qué nos remiten.
Esa jerigonza de expertos se ha extendido por todo el mundo y tiene cumbres de la cursilería.
Otro vino varietal de fama –este es otro ojemplo- es presentado así por sus apologistas de bolsillo:
“Vino rojo rubí de muy buena intensidad, con nariz compleja y elegante de frutos rojos, notas de vainilla y tabaco. Largo final en boca”.
Digamos que la última frase parece una felación con fines depravados. ¿Pero notas de vainilla y tabaco? ¿A quién se le han subido los humos del canabis? ¿Y eso de nariz compleja y elegante es una alusión a Barbra Streisand?
En resumen, que escribir sobre vinos es difícil y que mentir comercialmente respecto de ellos es muy fácil.
Escribir sobre vinos es, en todo caso, tan difícil como escribir sobre cocina.
Y en ambos casos la presión comercial es enorme. Y en ambos casos el poder económico de los Estados Unidos pretende dictar las normas y encumbrar sus intereses.
Una demostración especialmente zafia de esos intentos es el señor Anthony Bourdain, aquel que los tontos de capirote llaman aquí “célebre chef norteamericano” y que se pasea por todos los tugurios grasientos de Asia alabando, con la boca llena, la camisa sudada y las uñas sospechosamente grises, todo lo que se embute y todo lo que pica, agrede y muerde las entrañas.
Como si los estadounidenses nos fueran a enseñar a comer, cuando ellos son hijos palatinos de los ingleses, esos bárbaros cuyo único placer es despojar a otros de islas y peñones.

1 comentario:

AYAR dijo...

Uy Francia y EEUU , dos clases medias tan diferentes!, parece ser que se va quedando sola, es mas tambien va dejando de ser lo que es....
Renovarse o morir , que penita, todo por culpa de la idiotes del "desarrollismo" infinito...
Pues ojala se les ocurra algo a la nueva generacion de franceses que den la nota otra vez y ayuden a cambiar el rumbo que esta que da asco por muchos lugares...
Y ojala el Peru se cuele por ahi...
Tal vez ahora toca a latinoamerica dar en el clavo, pero Hugo Chavez no es, de Peru puede salir algo guay...
Porque Francia como ha estado llevando lo de Haiti demuestra que su derecha tambien es asquerosa....
Supongo que sin embargo realmente sus vinos, sus perfumes y etc. siguen siendo de los mas ricos.
Que vinos saldran de un apis con una clase social media funcional, que asc.......
salud