Cuando Lima ya no era el “Palais Concert” sino el “Negro Negro” y el Conde de Lemos había sido cambiado por Zavalita aprendiendo la noche, en esa época de las “Bikini Girls” y Dámaso Pérez Prado apareció el Nosferatu de la prensa popular, es decir Raúl Villarán Pasquel.
Sobre Raúl Villarán trata el último libro de Guillermo Thorndike (“El rey de los tabloides”), que es una biografía holgazana y distante del hombre que se inventó a sí mismo, fundó la prensa de masas y puso la primera piedra de ese monumento vivo que se hace llamar Guillermo Thorndike, su ingrato discípulo.
Es flojo el libro porque Thorndike no ha invertido más de un día en recopilar información sobre Villarán, que fue su director en “Correo” y su maestro en el arte de entusiasmar a las multitudes con letras grandes y escrúpulos pequeños.
Dicen que Thorndike quiso imitar siempre a Villarán pero que nunca tuvo éxito. No me consta. En todo caso, si algo hay de cierto en eso de la emulación fallida, “El rey de los tabloides” es una venganza. Fría y telescópica como dicen que son las venganzas perfectas.
Y esto porque Villarán apenas aparece y Thorndike se dedica a llenar parrafadas con sus delirios seudointrospectivos, su prosa elefantiásica y su lirismo que a veces suena a recitación escolar. Con lo que Thorndike pasa de discípulo a Discépolo y nos vuelve a contar la cumparsita de los apachurrantes años 50, que tantas páginas de éxito le han dado.
Pero este columnista compró el libro para saber de Raúl Villarán, para tener ante sus ojos la primera biografía auténtica del abuelo de “Ajá”, del padre de “Ultima Hora”, del padrastro de “Correo” y “Ojo”, del hijo de la genialidad, la única genialidad de la que puede jactarse la prensa popular peruana. Y lo que encontró fue a un Villarán estroboscópico, que no aparece en las primeras cincuenta páginas y que lo hace de modo intermitente cada vez que el autor recuerda que está escribiendo una biografía.
Si existiera un Indecopi de la literatura, Thorndike sería pasible de un proceso. Porque uno termina de leer las 231 páginas de “El rey de los tabloides” y se pregunta qué fue de Villarán, en dónde se traspapeló, por qué demorada digresión se escurrió. Y, al mismo tiempo: qué pasó con el biógrafo, en qué momento traicionó su tarea.
Suprimir al biografiado de una biografía que aspira a rendirle homenaje es una hazaña intelectual pocas veces emprendida. Guillermo Thorndike la realiza con denuedo y eficacia. Este parricidio profesional y periodístico da para otro libro, pero eso es un asunto que dejamos a los lacanianos.
Y si no está Villarán, ¿de qué están hechas las páginas de “El rey de los tabloides”?
De lo que Thorndike sabe hacer con maestría: meterse en la conciencia de los personajes y atribuirles palabras que nunca habrían dicho, actitudes que nunca mostraron, gestos que nadie les vio y manías que ni sus mayordomos les conocieron. Porque para Thorndike la historia es literatura, la literatura es historia y la biografía es la disparatada hija de ambas.
Ese odio templario por el rigor –el mismo odio que algunas veces demostró como director de sus popularísimos periódicos- lo lleva a inventarse un Villarán que parece un idiota. Y quienes supimos de Villarán vimos apenas a un hombre a quien el periodismo había malgeniado pero que en nada se parecía al fantoche noctámbulo que Thorndike nos pinta cada treinta páginas.
Digamos que Villarán era un misterio con gabardina y todo, un Kane que el Perú secó antes de tiempo, un instinto encarnado que titulaba a gritos, un promiscuo que seducía a multitudes y jamás se saciaba porque ningún tiraje le satisfizo, un inventor del márquetin periodístico, un titulero insigne, un putañero triste, un Napoleón de la tipografía Ludlow. Era todo eso y mucho más. Fue nuestro Hearst sólo que viviendo de prestado.
Y nada de eso está en un libro que cotillea con la redundancia –el Esparza malo, el Beltrán cazurro, el Toto Terry rubio- y adereza tanto el estilo que puede producir indigestión. Para que vean que no hay exageración en lo que escribo, bastaría este ejemplo, que es cuando Thorndike describe el momento en que el viejo Alejandro Belmont decide acabar con la revista “Equipo” y recibe en su sala a Villarán (página 109):
“Al fin oyó Villarán raspar los pies del anciano que se materializó frente a él como una adusta deidad oscuramente ataviada con una bata talar...y, luego de clavarlo en su sitio con un gesto hierático, pasó lento y silencioso, seguido de ingrávidas enfermeras con ropas blancas y fantasmales, altivo y flotante, consumando con cierta gracia un acto de levitación, hasta plegarse y caer suavemente en su sillón favorito, donde las sombras blancas arroparon de inmediato sus huesos de pedernal y sus largos y flacos dedos de azufre”.
Espesado de adjetivos, que le dicen. Escrito en un taller literario puertorriqueño visitado por García Márquez. Homenaje al barroco edematoso. Apoplejía del idioma. Pankreoflat fijo.
sábado, 25 de octubre de 2008
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2 comentarios:
Raúl Villarán Pasquel inscribió su nombre en el periodismo nacional con su exitoso manejo del tabloide Última Hora a principios de la década del los cincuenta. El diario, hermano popular de La Prensa de don Pedro Beltrán, se lanzó en enero de 1950 pero no logró levantar vuelo. Cuenta la historia que, cuando Beltrán reunió a la redacción para anunciar el cierre del tabloide, Villarán -hasta entonces editor de deportes- dio un paso adelante y pidió encargarse de la dirección. La promesa era levantar la lectoría; el plazo un mes. Y, con apenas 22 años, Villarán lo consiguió. Su estilo popular y desenfadado suele recordarse a partir de un titular de primera plana acerca de la guerra de Korea: "Chinos como cancha en el paralelo 38".
Guillermo Thorndike narra en El rey de los tabloides, los primeros años de la carrera de Villarán. La novela recrea al personaje desde su infancia sin padre, pasando por sus años de estudios, su afición a los deportes y su amistad con el célebre Toto Terry hasta su irrupción en el mundo del periodismo con "Equipo", la primera revista deportiva del país, que lanzó con Augusto Belmont Bar (hijo del dueño de la famosa Botica Francesa y productor de la legendaria frotación Charcot).
De Equipo, el salto fue a Última Hora y de ahí al gran mundo de la política y el espectáculo. La narración de Thorndike nos hace asistir a la Lima que vivió bajo el régimen de Odría y Espaza Zañartu, siguiendo las caderas de las Bikini Girls que se contoneaban a ritmo de mambo. En medio de la expansión urbana y la zozobra política Villarán aparece como un personaje de película, exagerado e histriónico, un ciudadano Kane a la criolla.
En medio de una reconstrucción de época sin duda resulta atractiva, El rey de los tabloides se mueve en la espinosa frontera entre la realidad y la ficción -esa que estas semanas ha vuelto a explotar Jaime Bayly para promocionar su nuevo libro-. Seguramente, la valoración de la obra, anclada en un personaje tan desbordado y polémico como el de Villarán, dependerá de a qué territorio decida adjudicarla el lector
ALDITO CAGON, ROBANDOTE TEXTOS DEL COMERCIO
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