La cultura de la coca y el tarantinismo sin regulación alguna han logrado que en Estados Unidos se mate tanto en la vida real como en las películas.
Matan en los cines donde hay gente viendo matar y entran los maridos desalentados al dormitorio, donde la mujer está viendo una película en la que se mata sin cesar, y mata a la mujer y mata a la película y se mata él mismo en un gesto de redundancia pero también de plenitud.
Las pantallas no paran de mostrar gente que mata por placer y en las calles los operadores de la muerte que clonan al cine creen estar filmando su propia película, editada a balazos y terminada para siempre. Matar a muchos es la inmortalidad de los canallas. Pero ese “heroísmo” depravado es un préstamo tomado de la pantalla.
Pier Paolo Pasolini decía que la muerte funcionaba como edición porque con su llegada todos los fotogramas de la vida encontraban el orden que habían estado buscando y cada episodio ocupaba el lugar que le correspondía.
Ahora esa intuición genial del italiano se está cumpliendo de la manera más brutal en el país que ha hecho del culto de la muerte un rubro de exportación de seis mil millones de dólares.
Matan en las películas y matan en la TV. En las películas matan tan bien y con tanto detalle y tantos muñones que las muertes parecen de verdad. Y la televisión publica tanta muerte de veras que ya parece mentira.
Estados Unidos manda matar para prevenir que otros maten y dice que así lucha contra el terrorismo. Y cuando los israelíes, tan aliados y a veces tan asesinos, matan en Gaza con la ira de Dios en las cacerinas y el grito de la tierra prometida en cada cohete, parece que se tratara de la misma función: el continuum de una sola muerte en versión de Cecil B. de Mille, lunes entradas 2x1.
En las películas de hoteles jaqueados por un asesino serial la muerte llega tan de sorpresa como cuando un desempleado del medio oeste entra a la que fue su oficina y mata a nueve con la precisión de Steven Seagal y las movidas felinas de Jean Claude Van Damme.
Y cuando el cable se ensaña mostrando mil veces, casi en cada corte promocional, a una gacela derribada por un león hambriento no es que nos quiera enseñar ciencias naturales. Lo que quiere es que hociquemos y caigamos vencidos ante el manjar irresistible de la muerte.
Ningún país ha amado la muerte tanto como los Estados Unidos. Y nadie ha hecho tanto por el prestigio de la muerte y la alabanza del asesinato, como Hollywood.
Me dirán algunos que calumnio a los Estados Unidos diciendo esto. No lo creo.
Es cierto que Wilson fue aislacionista al comienzo de la primera guerra mundial. Pero miren qué bien lo hizo cuando se animó. Y ya no hablemos de la faena estadounidense en la segunda guerra mundial –para no recordar la matanza de Virginia en la guerra de secesión-.
Y, claro, están los tres millones de vietnamitas. Y la creación, por responsabilidad mediata, de Pol Pot, que jamás habría llegado al poder si los Estados Unidos no le hubiesen mostrado a los camboyanos el infierno del napalm y el poder desertificador del agente naranja.
Como sea, Estados Unidos ya parece una película B, un reality hemorrágico, un thriller en tiempo real, un episodio de su política en el medio oriente, un rodaje donde el encargado de las armas ha puesto balas de verdad, un contrapicado de huesos, un cementerio para youtube, una pesadilla en la que un hombre mata a sus cinco hijos y el otro fulmina un cumpleaños y un tercero se deshace del mal recuerdo matando a la familia entera de su ex suegra, vaya terapia radical.
De continuar las cosas así, las fronteras estadounidenses serán esas cintas amarillas que dicen crime scene. Y la Casa Blanca se mudará a Los Ángeles.
martes, 7 de abril de 2009
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3 comentarios:
A la crisis económica que ha ocasionado desempleo, pérdida de bienestar y que ha derrumbado el 'sueño americano' de estadounidenses y extranjeros, se suma a la permisividad en la tenencia de armas.
Conmoción por papá que mató a sus cinco hijos antes de suicidarse
Autor de matanza de Binghamton envió carta a TV justificando su acción
¿Alguien recuerda el nombre de Byran Uyesugi? Es muy difícil. ¿Y de Robert A. Hawkins? ¿O Mark Barton?
¿O Terry Ratzmann? ¿O Robert Stewart?
Cada uno de ellos fue noticia en Estados Unidos por algunas jornadas cuando tomó un arma de fuego y puso fin a varias vidas.
Uyesugi ingresó en una oficina de Hawai, en 1999, y asesinó a siete personas. Hawkins entró en un centro comercial de Nebraska, en el 2007, y mató a nueve. Barton, Ratzmann y Stewart mataron en total a 24 personas en 1999 (en una oficina de corredores de bolsa en Atlanta), 2005 (en una iglesia de Wisconsin) y la semana pasada (en un centro de rehabilitación de Carolina del Norte).
Y cada uno de ellos ha sido olvidado pues en Estados Unidos, los homicidios múltiples se van multiplicando. Como dice el escritor de novelas de horror Stephen King, "el homicida múltiple es algo tan típicamente estadounidense como el pastel de manzana".
Lo que resulta más perturbador es que la lista mencionada más arriba fue elegida de una mucho más larga de recientes matanzas en Estados Unidos.
No paran los casos
Y este fin de semana, en un soleado amanecer del sábado, en Pittsburgh, tres policías murieron tras un tiroteo luego de una disputa doméstica.
La matanza que dejó 14 muertos el viernes en Binghamton, Nueva York, fue horrible. Pero no resultó sorprendente en una sociedad donde el término "asesinato en masa" ha dejado de ser una aberración.
"Tenemos que ponernos en guardia contra una violencia insensata representada por esta tragedia", dijo el presidente Barack Obama en Europa, el sábado.
Inclusive en un país con memoria efímera, estas cifras convocan a la reflexión: durante el mes pasado, 47 personas fueron asesinadas en tiroteos.
Mas allá del debate sobre las armas de fuego habría que formular esta pregunta: ¿Qué está ocurriendo en la psicología de muchos norteamericanos que son incapaces de desactivar su propia furia y terminan asesinando a varias personas?
Esta no es una época de buenos sentimientos en Estados Unidos.
Han existido ocho años de guerra contra el terrorismo y de ocupación en Afganistán. Seis años de ocupación de Irak. Y ahora, desde hace meses, la economía nacional se derrumba.
Aumenta la desocupación. Los seres humanos pierden sus viviendas, sus automóviles y su tranquilidad.
Un modelo parece ofrecerlo la matanza de Binghamton. El atacante y muchas de las víctimas eran inmigrantes.
El homicida múltiple, Jiverly Wong, había perdido su empleo hacía algunas semanas, y se sentía frustrado porque había colapsado su "sueño americano". Y las primeras versiones indican que el hombre que mató a tres policías en Pittsburgh el sábado también había perdido el empleo.
Los seres humanos son, por supuesto, responsables por sus acciones, pero vale la pena preguntarse si esto no tendrá algo que ver con el llamado excepcionalismo estadounidense. Durante muchos años, la narrativa nacional ha estado plagada de relatos de seres exitosos. Todos creen que Estados Unidos es la tierra de las oportunidades. ¿Es tan subversivo pensar que cuando esta tierra deja de ofrecer oportunidades, los seres humanos no pueden lidiar con la decepción?
Los valores de la familia americana del siglo XIX y comiensos del XX, ahora se han degradado, la familia que es la base de la sociedad, esta putrefacta en valores, y eso lo ha estado mostrando los ultimos años las producciones de hollywood.
Esto no es novedad en la historia de la humaidad. La decadencia romana comenzó con la degradación de la familia latina romana.
Gran ejemplo para nuesros pueblos que siempre miramos afuera para formar nuestra identidad
La sentencia condenatoria contra el ex-presidente Alberto Fujimori representa un paso más en la consolidación de nuestro naciente sistema democrático. Hemos demostrado que tenemos la capacidad de juzgar impecablemente, en un proceso sin atisbo de irregularidad y con el más riguroso respeto de los derechos constitucionales que asisten a todo procesado, los actos que transgreden nuestro sistema de derechos fundamentales. Debe quedar claro que se ha condenado a Fujimori, no por quien es, sino por sus actos conculcatorios de derechos humanos, por haber llevado a cabo una guerra sucia, una lucha plagada de excesos, por la comisión de asesinatos contra personas completamente inocentes. En pocas palabras, fue su nulo respeto y valoración de la vida humana el fundamento de su condena.
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