sábado, 3 de mayo de 2008

Javier Heraud desenterrado

Javier Heraud había nacido seis años antes que yo, así que cuando se murió de treinta balazos disparados por la Guardia Civil yo tenía quince años, estaba en el colegio militar Leoncio Prado y apenas me enteré del ­asunto.
Dos años después, sin embargo, liberado de la ceguera que imponía el colegio, leí a Heraud, quise a Heraud y juré que jamás lo olvidaría.
Más tarde, en “Caretas”, cuando entrevisté a su familia para una nota, percibí que a ellos –sus padres, su hermana– lo que había hecho Heraud les parecía romántico y suicida pero no heroico.
Heraud era mellizo generacional de César Calvo, con quien compartió el premio “El poeta joven del Perú”. Pero mientras a César lo habían secuestrado las palabras y las mujeres –en ese orden–, a Javier lo raptaron las ideas.
Había estudiado en el “Markham”, donde siempre fue uno de los primeros, y había ingresado a la Católica con el primer puesto en Letras. Era buenmozo sin remordimientos, talentoso hasta la precocidad, tierno y buenazo hasta la pared de enfrente.
Con “El viaje” había ganado un premio –en esa época los premios no se daban al toma que te doy– y con “El río”, en 1960, había sorprendido a la crítica. Su poesía tenía mucho de agua limpia que discurre y ­alimenta y a mí lo primero que me impactó fue la limpia de retórica que Heraud había hecho con sus textos. Heraud no quería escribir para impresionar y por eso impresionaba, no aspiraba a ser citado y por eso llamó tanto la atención y no quiso hacer poesía social al uso en los cincuenta y por eso sus poemas tenían la serenidad geográfica de un mundo que él no parecía crear sino descubrir al mismo tiempo que sus lectores. Y por todo eso era casi imposible ­aceptar que el autor de “El río” tenía apenas 18 años. Sólo la poesía francesa había producido precipitaciones tan magníficas.
Todo en Javier fue vértigo impaciente. Fue profesor de inglés y lenguaje a los 17 ­años, apenas salido del colegio, y teacher en el Guadalupe a los 18. Y habiendo ingresado a la Católica se matricula también en San Marcos, donde empezaría sin ganas ­una carrera que sólo podía hacerlo infeliz: la abogacía.
La revolución cubana tronaba en sus oídos, los movimientos anticoloniales cantaban himnos y ganaban guerras, a Jacobo Arbenz lo había depuesto la CIA hacía seis ­años, Juan Bosch estaba a punto de gobernar República Domicana –la CIA lo sacaría del poder siete meses después y luego Lyndon Johnson enviaría 50,000 hombres para respaldar al mequetrefe de Balaguer–, a Jesús Galíndez no le encontraban el cadáver, a Patricio Lumumba ya lo habían empezado a matar entre belgas y norteamericanos, y por todas partes los jóvenes peleaban para que el mundo fuese más de Gramsci que de Mussolini, más de los justos que de los esbirros.
Así que Heraud se fue a la Unión Soviética, invitado; a París, por gracia de unos amigos próximos al socialprogresismo peruano –al que Heraud se había adscrito–; y a Cuba, invitado por el régimen que en ese momento parecía encarnar todas las virtudes y carecer de todos los defectos.
De regreso, Javier no pudo ser el mismo. ¿Le mortificaba la conciencia haber sido un niño de clase media al que nada le faltó? ¿Lo envenenaba esa culpa gratuita que persiguió a Vallejo, cuya tumba parisina había visitado? ¿Lo convencieron los argumentos del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, una escisión temprana del Apra decidida a imponer por la fuerza un modelo de sociedad más próximo a los valores de la civilización? ¿Fue engatusado –como dicen los mezquinos y los parásitos de las becas– por astutos camaradas que lo llevaron al suicidio?
Lo que se sabe es que el 15 de mayo de 1963 Javier Heraud está huyendo de un destacamento policial que ha dado con su paradero de guerrillero perdido en medio de la selva. Heraud y Alain Elías, que sobreviviría milagrosamente, van corriente abajo por el río Madre de Dios cuando los policías los avistan. Los primeros testigos –los que valen– dijeron que, viéndose perdidos, uno de ellos mostró y agitó algo blanco en señal de rendición. Pero ya en 1963 era difícil rendirse en el Perú. Los policías dispararon sus FAL calibre 7.62. Al cadáver de Heraud le contaron, para el protocolo de la morgue, 29 impactos. “El río” se había ensangrentado para siempre. El poeta caudaloso y el guerrillero estupefacto desaparecieron. Y la consigna de la Caverna peruana –o sea la derecha analfa que lee sus periódicos y sigue siendo analfa– ha sido silenciar a Heraud, prohibir su entrada a los parnasos a los que él jamás hubiese querido entrar.
Ayer, en una silenciosa ceremonia de tono familiar, lo que quedaba de Heraud fue trasladado del cementerio “Los Pioneros”, en Puerto Maldonado, a los Jardines de la Paz, en Lima. Allí están sitos sus huesos, junto a los de su padre y 45 años después de la tragedia.
Si Javier hubiese tenido las prerrogativas de Cristo y hubiese resucitado ayer, en plena ceremonia, podría haber repetido las palabras de otro gran poeta odiado por la Caverna española –o sea la casa matriz de los de ­aquí–: Gabriel Celaya:
“Pensadlo: ser poeta no es decirse a sí mismo.
Es asumir la pena de todo lo existente,
es hablar por los otros, es cargar con el peso
mortal de lo no dicho, contar años por siglos,
ser cualquiera o ser nadie, ser la voz ambulante
que recorre los limbos procurando poblarlos”.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

PALABRA DE GUERRILLERO / Javier Heraud*
Porque mi patria es hermosa
como una espada en el aire,
y más grande ahora y aun
más hermosa todavía,
yo hablo y la defiendo
con mi vida.

No me importa lo que digan
los traidores,
hemos cerrado el pasado
con gruesas lágrimas de acero.
el cielo es nuestro,
nuestro el pan de cada día,
hemos sembrado y cosechado
el trigo y la tierra,
y el trigo y la tierra
son nuestros,
y para siempre nos pertenecen
el mar
las montañas y los pájaros.

richardqt dijo...

Javier Heraud poeta pertenece a la estirpe de Bolívar y el Che Guevara: hombre de letras, tuvo que ser también hombre público. Su limpia voz juvenil (cantor de la vida, profeta de su muerte, leyenda viva en el Perú), su sarcasmo antiburgués y sus parábolas alimentan aún hoy una literatura americana que busca su identidad.

La voz de orden era clara entonces: se estaba a favor o en contra de los pueblos oprimidos. En esos años duros, ricos y sin tregua, las crisis de conciencia y las reubicaciones ideológicas y estéticas eran numerosas, los temas se modificaban en un notorio (y no siempre consciente) propósito de echar raíces en territorio latinoamericano. El creador parte virtualmente de cero. Nuestra tradición sucedió prácticamente ayer y, en consecuencia, no podemos invocar los hechos de la víspera como arquetipos inamovibles, como valores definitivamente establecidos. Mientras que el escritor europeo tiene un amplio y seguro legado, debidamente fichado, analizado, bien condicionado, y está en inmejorables condiciones para efectuar referencias sumarias del mismo, su colega latinoamericano, en cambio, se encuentra en plena construcción de ese legado.

La personalidad humana de Javier Heraud no fue menos singular y atractiva que la artística. Testigo de un mundo injusto y desgarrado por la confusión, eleva su voz impregnada de amor y pureza hacia todo lo que le rodea: amigos, mar, ríos, naturaleza, patria, continente. Humanidad y contemplación. Aunque más tarde sienta que "Luego supiste que la vida es soledad entre los hombres y soledad entre los valles". Si no se puede cambiar la vida, si la vida no es encuentro, reunión, al menos que se advierta que eso es una injusticia, o que —al menos— podamos hacer nuestras las palabras de Javier:

“No deseo la victoria ni la muerte,
no deseo la derrota ni la vida,
sólo deseo el árbol y su sombra,
la vida con su muerte”

Convertirse en lo que uno es. Eso es todo.

Anónimo dijo...

esos terroristas que se hacen llamar poetas y viene con un fusil a matra gente deben ser todos muerto carajo, felizmente un tiro certero acabo contra ese terrorista de Heraud. Cojudos los que defiendan romanticamente a los asesinos y locos trasnochados izquierdistas y comunistas.

juan manuel

Anónimo dijo...

Todos ustedes son una manga de huachafos, empezando por Hildebrandt. Que se regrese a Espana a comentar libros porque no le daban bola a sus opiniones donde realmente valen las opiniones, no en este paisucho donde cualquiera que tiene pluma escribe...

Anónimo dijo...

Heraud es de aquellos seres maravillosos que con profunda pena veo son mal-entendidos por unos y por otros. Que bueno que su poesía perdurará por siempre para aquellos que sin sesgos ni resentimientos apreciamos la belleza de la palabra bien escrita y la vida entregada hacia un algo, una vocación. Por todo ello, me apena mucho ver que Cesar Hildebrandt, sigues escribiendo desde el odio, desde un anti-algo (anti-derecha, anti-oligarquía, anti-todo). Eres un resentido. Como decía mi maestro, el amor es apertura y el odio cerrazón (lo sacó de de Dante). Un abrazo cordial.

Guerrero de la Palabra dijo...

Javier fue un hombre,
en todo sentido de la palabra,
esos Hombres cuyos actos escriben sus nombres con mayúsculas.
Dice O'Hara, quien edita y comenta sus dos poemarios más celebrados, que su compromiso fue con la lírica antes que con los tiempos que le toco vivir. Tal vez sea cierto, pero la verdad es que no puede diseccionarse a Javier para separar al Heraud poeta del Heraud guerrillero, sería poco adecuado y tal vez hasta injusto con nuestro personaje. Y es que Javier debe apreciarse como lo que fue, y lo que hizo, ser el prístino y cabal poeta joven, una de las grandes promesas líricas de los sesenta pero frustrada, arrancada como la naciente hierba por su muerte(destino compartido a su ahora comprobado amigo y socio de aventuras literarias: Luis Hernández). Pero Javier, en la mejor tradición romántica, nutrido no sólo de los influjos de la revolución cubana, sino también de los ideales y praxis de la generación de poetas que vivió y sufrió la defensa de la república española ante la bestia parda del franquismo, hizo de la palabra instrumento de acción, y cuando no bastaron las palabras, empeñó la vida por aquello en lo cual creyó.
Puede ser juzgado su destino como iluso, aventurero, engañado, hasta suicida, pero Javier, ese poeta grande y bueno como el pan, no tuvo miedo de morir, y lo hizo entre pájaros y árboles. Lo que digan sus detractores, de los cuales se siente el tufillo carroñero de la reacción, nos debe tener sin cuidado: Qué importa los que digan los traidores/hemos cerrado el pasado/con gruesas lágrimas de ácero. Javier ya es un ser de la luz, que marcha hermoso, alto y erguido,y que depende de nosotros quienes lo sobrevivimos, hacer que su legado sea conocido por las nuevas generaciones.

GDLP

Gracias César por tu blog, siempre es referente obligado de quienes encuentramos en tus escritos maestría y honestidad.