miércoles, 28 de mayo de 2008

Eran sólo serranos

Ayer comenzó, en la Córdoba argentina, el juicio al general de ejército Luciano Benjamín Menéndez.
Menéndez es un vastísimo asesino pero en este caso está acusado del secuestro, torturas y asesinato de cuatro militantes de la izquierda: Humberto Brandalisis, Ilda Palacios, Carlos Lajas y Raúl Cardozo.
Menéndez fue comandante del Tercer Cuerpo del Ejército, cuya jurisdicción abarcaba diez provincias. Gustaba de presenciar los tormentos, de interrogar de cuerpo presente y de asistir comprobatoriamente a los fusilamientos. Su cuota personal para el botín de 30,000 asesinados por la dictadura de Videla –la misma que fue aplaudida por la Caverna argentina, no lo olvidemos– es una de las más altas. Tenía el alias de “Cachorro” y en 1998 creó, sin éxito, un partido de estirpe franquista llamado Nuevo Orden Republicano.
Mientras Menéndez asistía a la primera audiencia de su juicio, en Chile, al mismo tiempo, comenzaba el procesamiento de más de cien ­agentes y colaboradores de la DINA, la policía secreta de Pinochet.
Es el mayor juicio en torno a los derechos humanos en la historia judicial de Chile y está relacionado con la llamada “Operación Colombo”.
Esta operación trató de hacer aparecer el asesinato de 119 militantes de izquierda chilenos, perpetrado por la DINA, como ajustes de cuenta “entre guerrilleros marxistas” ocurridos en Buenos Aires. Se dijo entonces, a medida que los cadáveres ­iban apareciendo en territorio argentino, que “las facciones del MIR chileno” habían llegado a una etapa “de confrontación violenta” y que el resultado de eso eran “las salvajes matanzas de autoría misteriosa” que la prensa no podía descifrar.
¿Y qué prensa se prestó para esa inmundicia, que fue la primera gran batalla de la ­Operación Cóndor? Las agencias noticiosas norteamericanas, “El Mercurio” y sus epígonos, la nueva “Ercilla”. Destacaron en el papel de altoparlantes de los asesinos la revista argentina “Lea” y el diario “O Dia”, de Brasil.
Y mientras en Argentina y en Brasil los verdugos de ayer eran los justiciables de hoy, ­aquí, en el Perú, los peruanos apenas nos enterábamos del hallazgo de más cadáveres en la reabierta fosa común de Putis, en Ayacucho. Más que una fosa común, lo de Putis parece una pequeña ciudadela subterránea plagada de esqueletos descuajeringados y todo indica que si se sigue cavando podrá hallarse más de un centenar de antiguos cadáveres, saldo de sucesivas ejecuciones extrajudiciales perpetradas a lo largo del año de 1984.
Los testimonios recogidos por la Comisión de la Verdad, gracias a los cuales las investigaciones forenses están dando en el blanco para dolor de la patota fujimorista, señalan que las patrullas militares hicieron cavar sus propias tumbas a algunas de las víctimas, entre las cuales hay también mujeres y niños.
Pero en el Perú no hay ningún juicio por lo de Putis. Ni ningún proceso abierto por lo de Los Cabitos, el centro de operaciones del Ejército en ­Ayacucho, el lugar donde “el estado mayor” planeaba, según pregonaba, una nueva batalla por la independencia, y donde hasta ahora han aparecido 82 restos humanos de gente que fue raptada, torturada y asesinada por orden de los Noel Moral de esa época. Y ninguna prensa importante reclama por la tardojusticia que de algo serviría para aliviar el dolor y restablecer el Estado de Derecho.
La junta militar de Videla mató y/o desapareció a 30,000 militantes de izquierda. La Caverna chilena mató y/o desapareció a 3,000 allendistas y posallendistas de diversas matrículas marxistas. Los desmanes de la guerra sucia decidida por nuestras fuerzas armadas eliminaron –no en combate sino en masacres colectivas de civiles desarmados– a 35,000 peruanos.
Pero en Argentina y en Chile hay juicios. Aquí, no. En Chile y Argentina hay jueces impertérritos que no olvidan. Aquí, no. En Argentina y Chile hay prensa que se preocupa por la impunidad de los salvajes con uniforme. Aquí, no.
La diferencia parece ser esta: en Chile y Argentina habrían matado prójimos; ­aquí mataron indígenas. En esos países tan próximos y tan distantes hubo –dicen– algo así como una guerra civil. Aquí, en el viejo virreinato central de los borbones, hubo “limpieza étnica”. Allá eran blancos o mestizos que habían optado por el camino equivocado. Aquí los muertos fueron cholos pasmados por la derrota de hace 500 y pico de años, quechuahablantes ininteligibles, chacchadores de baba verde, mujeres intraducibles, adolescentes que podían ser tentados por el enemigo, niños que querrían más tarde vengarse, comuneros indocumentados por los que nadie reclamaría, viejos que ya estaban muertos de frío, viejas que sólo sabían lloriquear.
–Sí, sí, mi capitán: eran como llamas.
Y después nos preguntamos por qué a veces nos crecen tumores como el de Sendero.

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