Pensar en grande tiene sus problemas. Y es que a veces, de pensar tanto en grande, alguien puede estar interpretando el arte de la megalomanía, un modo constructivista de hacer política y de quererse que los psiquiatras no entienden y tratan de calmar (injustamente y de pura envidia) y los humoristas remedan con crueldad (sin tener idea del daño que hacen a la salud de nuestras repúblicas).
La megalomanía es enamorarse de sí mismo a tal punto que hay un momento en que el amante no puede más y se casa consigo mismo, en una ceremonia de autofagia y desdoblamiento que sería la gozada de cualquier sacerdote del vudú. Ese es un matrimonio blindado, invulnerable a las tentaciones y sin escapatoria. Es el amor de a dos en una sola persona. Es la autoestima edematosa pero todavía sana que se lleva al altar. Eso es pensar en grande respecto de uno mismo.
Algunos científicos, equivocadamente, han tratado de emparentar esa idolatría de espejo y autoconocimiento con supuestas tinieblas de la mente y han sostenido que la megalomanía debería de llamarse “manía de grandeza”.
Otros, más avezados todavía, han descrito la manía en términos abusivamente generales, de modo que pudieran ofender a quienes gozan de una perfecta salud mental. Así, por ejemplo, el llamado “Diccionario de Medicina Oxford-Complutense” describe la manía en los siguientes términos:
“Estado mental caracterizado por una alegría y actividad excesivas. El estado anímico es eufórico y hay cambios rápidos hacia la irritabilidad. El pensamiento y el lenguaje son rápidos, hasta el punto de que hay incoherencia, y la transición entre las ideas puede ser imposible de seguir. El comportamiento también es hiperactivo, extravagante, con formas agresivas e incluso violentas. El juicio está alterado y el propio individuo puede ser víctima de sus propios actos. El tratamiento, generalmente, requiere medicación, como litio o fenotiacinas, y la atención hospitalaria, con frecuencia, es necesaria”. (Página 498, edición del 2001). En la cúspide de los despropósitos está la definición que hace esa enciclopedia de la megalomanía: “Ilusiones de grandeza, como creerse Dios, o un rey, etc. Puede ser un rasgo de esquizofrenia, de enfermedad maníaca, o de sífilis cerebral”.
¿Alguien en el Perú de hoy podría, acaso, aceptar esa definición cargada de mala fe? ¿No demuestra la cita que acabamos de hacer que el imperialismo inglés, en sociedad esta vez con la débil cultura hispana, es también académico, cuando no clínico?
Es más, la mala uva trasatlántica dedicada a desprestigiar a personajes que la decadente Europa ya no puede tener, llega a decir, simplistamente, que “la manía es un desequilibrio mental caracterizado por la excitación” (Diccionario de Psicología de Howard Warren, Fondo de Cultura Económica).
Yen el colmo del empirismo difamador, se describe en ese libro varios supuestos tipos de manía: la crónica (que conoce de capítulos largos), la persecutoria (“el descubrimiento permanente de fuerzas hostiles”), la homicida (que no necesitamos explicar), la de grandeza (ya descrita en el aparte de la manía puramente entendida), la ambulatoria (propensión a mudar de escenario constantemente) y aun la perversamente titulada manía coreográfica (descrita como la supuesta perturbación que lleva “a actividades semejantes a la danza”).
Ya lo decía. Eso de pensar en muy grande puede traer más de un problema.
viernes, 30 de mayo de 2008
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Idi Amin Dada, el heliogábalo africano que desangró Uganda en la década del setenta, nació y creció en el seno de una familia de agricultores africanos. Alan Gabriel Ludwig, el maníaco depresivo peruano que desangró y arruinó el Perú en la década del ochenta, nació y se formó en el seno de una familia de clase media baja en Barranco. Ambos tuvieron una educación rudimentaria en la infancia y ambos viajaron a Europa a continuar sus estudios: uno porque entró a formar parte de la Guardia del Rey de Uganda y el otro porque entró a formar parte de la Corte de la Reina de la Casa del Pueblo, el primero cuando el país todavía era una colonia británica y el segundo cuando el Perú ya era una colonia franca de EU.
Idi Amín Dada idolatraba al rey de Uganda, pero como al parecer era analfabeto, sus impresiones imberbes sobre el Monarca quedarán en el misterio. Sin embargo, las emociones adolescentes de Alan Gabriel Ludwig sobre la Reina de la Casa del Pueblo han quedado registradas para la historia en unas declaraciones que éste concedió sobre el tema en una entrevista: "Estaba en un campamento juvenil del partido a orillas del río Rímac. No me separaba ni cinco metros de este semidiós y me sentía como en la Capilla Sixtina. Era imponente, un vasco antiguo, blanco y con barba, con una enorme cabeza que para mí sólo podía ser sinónimo de una maciza inteligencia". Huelgan comentarios.
Después de los dos primeros años de aparente bonanza económica, agotados los recursos fiscales, el Perú entró en una terrible crisis inflacionaria que se agravó por la corrupción generalizada practicada por todas las instancias del gobierno (las reservas monetarias en 1990, último año de gobierno de Alan Gabriel Ludwig, se habían reducido de 15000 a $8 millones) y llevó al colapso de los servicios públicos (la expresión más flagrante fueron los continuos cortes del servicio eléctrico y la salida de agua con caca de los grifos de las casas). Alan Gabriel Ludwig fue acusado de múltiples y graves cargos de corrupción durante su gobierno (narcotráfico, sobornos, malversación de fondos, lavado de dinero, negocios turbios, genocidio), pero las denuncias no prosperaron debido al férreo control político que el Partido Aprista poseía en el Congreso. La mayoría de denuncias fueron archivadas sin llegar a veredicto alguno condenándolo o absolviéndolo.
Idi Amin Dada, murió pacíficamente el año 2003 en el Reino de Arabia Saudita, rodeado por veinte odaliscas complacientes, diez gûepardos amaestrados y la mesa colmada de vinos y manjares: sus patrones le reservaron un asiento en primera clase para que hasta el fin de sus días gozara como heliogábalo. Alan Gabriel Ludwig tiene periódicamente delirios de persecución, alucina que va a refundar la República y tiene que ingerir sobredosis de litio y ponerse la camisa de fuerza bioquímica para salir a discursear los despropósitos que eructa en los noticieros serviles. Se encierra y grita como un demente en sus habitaciones, lo esconden en el hospital militar bajo secreto y teme, con razón, por su vida.
Pero el Perú ha despertado, los peruanos no aprobamos el remate de nuestras riquezas nacionales, no aprobamos la suntuosa manera de vivir que se gasta este ladrón de cuatro esquinas, producto del enriquecimiento ilícito durante su primer gobierno, no tenemos empatía por su verborragia de cantina criolla de los años cincuenta, no compartimos su chusco sentido del humor propio del payaso imbécil Baily, detestamos a la misma gente que arruinó el país durante su primer gobierno: la vieja horrenda Cabanillas, el perro de chacra Mulder, el imbécil Aurelio Pastor, el cholo fronterizo Quesquén, el fenilcetonúrico Del Castillo, Drácula Gonzáles Posada, las pobres mujercitas que fungen de ministras —la varona Zavala Lombardi, la analfabeta funcional Mercedes Araoz, la complaciente Susana Pinillos, la reaccionaria Rosario Fernández, el señorito del Opus Dei, Rafael Rey) y las escuderas Lourdes Flores, Lourdes Alcorta y Beatriz Merino, todas ellas de impecable trayectoria democrática y caballerosos modales varoniles.
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