sábado, 31 de mayo de 2008

Papas calientes

La ambigüedad es en el Perú un mecanismo de defensa, una chamba del derecho de no enemistarse con nadie que pueda ser útil, un ejercicio de la diplomacia defensiva (que es el talento afelpado de mayor estirpe en el Perú).
Yo me quedo maravillado con las pariciones de la ambigüedad limeña. Un día, por ejemplo, leí un comunicado de varios intelectuales y artistas en torno al candente asunto de la Universidad Católica (sí, la que Cipriani quiere en el reino del Opus Dei, a la diestra de todo).
Aguerridamente, con la contundencia de una pluma de polluelo y ese énfasis que sólo puede dar la afonía, estas estrellas de la inteligencia, las humanidades y el arte del Perú escribieron lo siguiente:
“Es aquí (en los valores cristianos, nota de C.H.) donde se asientan y se encuentran los más altos niveles del quehacer académico y donde se impulsa, (sic) no sólo la formación de nuestras futuras generaciones, (sic) sino se establece un lugar privilegiado para el diálogo, (sic) entre la fe, la ciencia y la cultura. Todo ello basado en la igualdad, la democracia y la solidaridad, valores orientados hacia el desarrollo de nuestra vida nacional y comprometidos con el destino futuro del Perú”. (Firmaron el mejor escritor, el mayor actor, el pintor más renombrado, el sociólogo menos oculto, la historiadora más antigua, el poeta mejor situado: el Parnaso peruviano en sesión plena).
Esa ambigüedad comatosa, esa conveniencia que camina de puntillas, esa simulación del pronunciamiento, ¿no son una delicia? ¿No es esa la perfecta bebida que sorbió siempre el civilismo cultural peruano, aquel fluido embotellado que no tiene parecido con la chicha pero tampoco con la limonada? Esa manera de nombrar al mañana (“el destino futuro”), ¿no es una variante del enmascarado carnaval de Venecia?
No es dable pretender que todos consideren una virtud a la claridad. Hay quienes piensan que la claridad es más bien una rudeza del ánimo y una variante de la vulgaridad y que la cultura, despojada de Versalles, es un feo jardín de geranios. Pero el párrafo que he citado es uno de los homenajes más notables que la cultura peruana ha rendido al dios de la tibieza y al estilo nacional de esfumar las ideas cuando las papas queman y de escoger las palabras exactas para el susurro adecuado. Si Marx hubiese sido peruano, El Manifiesto Comunista se habría convertido en algo así como “Propuestas para empezar a resolver las tensiones sociales más apremiantes”.
Ahora bien, el Everest de ese talento para emperifollar la nada lo acaba de subir, sin jadear ni una sola vez, el muchas veces brillante y siempre cultivado Mirko Lauer. En efecto, frente al intento chileno de papearse nuestra papa, casi asqueado por la ola de nacionalismo doblemente tuberculoso que vivió el Perú, repudiando escarapelas, Lauer nos acaba de dar una lección de gelidez lingüística y cosmopolitismo de pasaportes surtidos. Así, el pasado miércoles escribió las siguientes líneas en su muy leída columna de “La República”:
“...la divulgación periodística lleva las cosas a extremos. En este caso, por ejemplo, no es que Chile se esté apropiando de la papa peruana. Lo que Chile está buscando es apropiarse del espacio semántico vinculado a la papa”.
Confieso que mi chusco corazón de peruano dio un brinco y que mis entendederas se abrieron por fin, como el Mar Rojo abriose alguna vez para ver el desfile de los predestinados. “No era la papa lo que querían, estúpido Hildebrandt –me dije casi en voz alta, estremecido por la revelación–: era el espacio semántico vinculado a la papa”. ¡Todo estaba claro, por fin! ¿Había sido el espacio semántico del salitre el origen de este malentendido que Saussure, primero, y Lauer, después, desterraron para siempre?
¿Y el espacio semántico vinculado al cebiche, sería el tiradito o, más bien, los locos en salsa mayo santiaguinos?

viernes, 30 de mayo de 2008

Pensar en muy grande

Pensar en grande tiene sus problemas. Y es que a veces, de pensar tanto en grande, alguien puede estar interpretando el arte de la megalomanía, un modo constructivista de hacer política y de quererse que los psiquiatras no entienden y tratan de calmar (injustamente y de pura envidia) y los humoristas remedan con crueldad (sin tener idea del daño que hacen a la salud de nuestras repúblicas).
La megalomanía es enamorarse de sí mismo a tal punto que hay un momento en que el amante no puede más y se casa consigo mismo, en una ceremonia de autofagia y desdoblamiento que sería la gozada de cualquier sacerdote del vudú. Ese es un matrimonio blindado, invulnerable a las tentaciones y sin escapatoria. Es el amor de a dos en ­una sola persona. Es la autoestima edematosa pero todavía sana que se lleva al altar. Eso es pensar en grande respecto de uno mismo.
Algunos científicos, equivocadamente, han tratado de emparentar esa idolatría de espejo y autoconocimiento con supuestas tinieblas de la mente y han sostenido que la megalomanía debería de llamarse “manía de grandeza”.
Otros, más avezados todavía, han descrito la manía en términos abusivamente generales, de modo que pudieran ofender a quienes gozan de ­una perfecta salud mental. Así, por ejemplo, el llamado “Diccionario de Medicina Oxford-Complutense” describe la manía en los siguientes términos:
“Estado mental caracterizado por una alegría y actividad excesivas. El estado anímico es eufórico y hay cambios rápidos hacia la irritabilidad. El pensamiento y el lenguaje son rápidos, hasta el punto de que hay incoherencia, y la transición entre las ideas puede ser imposible de seguir. El comportamiento también es hiperactivo, extravagante, con formas agresivas e incluso violentas. El juicio está alterado y el propio individuo puede ser víctima de sus propios actos. El tratamiento, generalmente, requiere medicación, como litio o fenotiacinas, y la atención hospitalaria, con frecuencia, es necesaria”. (Página 498, edición del 2001). En la cúspide de los despropósitos está la definición que hace ­esa enciclopedia de la megalomanía: “Ilusiones de grandeza, como creerse Dios, o un rey, etc. Puede ser un rasgo de esquizofrenia, de enfermedad maníaca, o de sífilis cerebral”.
¿Alguien en el Perú de hoy podría, acaso, aceptar esa definición cargada de mala fe? ¿No demuestra la cita que acabamos de hacer que el imperialismo inglés, en sociedad esta vez con la débil cultura hispana, es también académico, cuando no clínico?
Es más, la mala uva trasatlántica dedicada a desprestigiar a personajes que la decadente Europa ya no puede tener, llega a decir, simplistamente, que “la manía es un desequilibrio mental caracterizado por la excitación” (Diccionario de Psicología de Howard Warren, Fondo de Cultura Económica).
Yen el colmo del empirismo difamador, se describe en ese libro varios supuestos tipos de manía: la crónica (que conoce de capítulos largos), la persecutoria (“el descubrimiento permanente de fuerzas hostiles”), la homicida (que no necesitamos explicar), la de grandeza (ya descrita en el aparte de la manía puramente entendida), la ambulatoria (propensión a mudar de escenario constantemente) y aun la perversamente titulada manía coreográfica (descrita como la supuesta perturbación que lleva “a actividades semejantes a la danza”).
Ya lo decía. Eso de pensar en muy grande puede traer más de un problema.

jueves, 29 de mayo de 2008

Romualdo por segunda vez

El 31 de diciembre del 2007 publiqué esta columna dedicada a Alejandro Romualdo, hoy en el centro de una noticia que pretende ser policial (como casi todo lo que sucede en el Perú). La situación de Romualdo en los últimos años no había producido demasiadas tristezas en el mundo caníbal de la llamada “cultura peruana”, donde prima más que nunca el compadrazgo, el olvido y la mermelada editorial. Romualdo se ha ido sin pedir nada (ni siquiera permiso). Su generación no deja, en relación al talento, ningún principado vacante ni nadie que pueda ser llamado huérfano testamentario de los rabiosos años 50. Hoy está de moda estar de acuerdo y cobrar por ello. A continuación, el texto de fines del ­año pasado.

Puños y letras

Alejandro Romualdo Valle tiene 81 años y jamás le ha pedido nada a nadie. Ni siquiera pidió recibir el Premio Nacional de Poesía en 1949.
Tampoco pidió ser considerado en México uno de los poetas más importantes de ­América Latina.
Ni ha nacido de él o de su entorno provocar esa admiración militante que muchos sentimos por lo que escribió de puro amor y rabia. Su Canto Coral a Tupac Amaru, por ejemplo, que algunos recitan en formato mutilado y sin citar al autor.
Romualdo no da entrevistas, no aparece en el vano oficio de la televisión alanista ni llama a los jefes de las secciones culturales para que lo nombren o comenten “Ni pan ni circo”, su reaparición en las letras tras muchísimos años de silencio.
Romualdo, en suma, es un hombre que carece de “inteligencia social”, ese invento que hoy nombra a la astucia para crear ­alianzas y que, en el caso de la literatura, apunta más bien al oportunismo rastrero y al padrinazgo con sucursal en Barcelona.
Chuncho, cuántas veces asqueado, recluido en la discreción –de la que fue raptado hace meses para un incomodísimo homenaje–, Romualdo es un poeta que sobrevivirá al juicio del tiempo y a la tacañería de sus contemporáneos. Porque buena parte de su poesía viene de la luz y es poderosa por lo que dice y sabia y original en las maneras. Y porque Romualdo mismo, como poeta y como persona, pertenece, como Lévano, a ­ese hemisferio decente y despoblado que está lejos de la sociedad del bombo mutuo, la antología por canje y la reseña de antemano.
Por esa y por otras razones Romualdo es, en muchos sentidos, un olvidado más. Y, colateralmente, y aunque sea temerario decirlo, un maltratado social más, una víctima de ese Estado que es filantrópico con las mineras y manirroto con los sinvergüenzas pero remoto y mudo con sus mayores y mejores. Por eso algunos están pidiendo –y quien escribe esto, modestamente, se suma– una pensión especial para quien no la solicita pero sí la merece y quizás hasta la necesite, una diminuta cuota de generosidad para un hombre que sólo ha escrito, dibujado y pintado lo que le fue dictado por los forros, un hombre sin marketing ni agentes ni agenda social ni arreos de bandera. Un hombre que Lima no pudo planchar ni almidonar (ni perdonar).
Romualdo, como Gabriel Celaya en España, habló del mundo mal hecho y remediable y también de las cosas que no habría que cambiar jamás: el amor como locura, la memoria selectiva de la infancia, la ironía como arma del tiempo.
Fue Romualdo quien escribió este cuarteto que murmuro con mucha frecuencia para evitar la locura:
“¡Ay tierra mía, cielo por los suelos!
Lo que serás seré junto contigo.
No puede ser posible. Esto se acaba.
No puede ser verdad. Pero hay testigos”.
Y salió del talento de Alejandro Romualdo Valle esta feroz e incontestable pregunta que hoy nos puede parecer tan pertinente:
“¿Quién nos ha dado –ma no despiadada
en el juego mortal de nuestra vida–
para ganar la Última Partida
una espada sin filo y oxidada?”
Tenía yo diecinueve ­años cuando salió la primera edición de “Como Dios manda”. Han pasado los años pareciéndose y, sin embargo, no he podido olvidar la emoción (todavía vigente) de leer poemas como Puño y letra:
“Pon
la letra
en el puño: Escribe, escribe, escribe,
contra viento y marea, a contrasombra,
contra toda esta horrible mascarada
que cruza diariamente nuestros ojos…”
Han pasado los años y se han caído los muros y los ídolos, pero Romualdo no ha tenido que eviscerarse ni desmantelarse para seguir viviendo y escribiendo. Porque una cosa es actualizarse y ­otra, muy otra, venderse como un TLC.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Eran sólo serranos

Ayer comenzó, en la Córdoba argentina, el juicio al general de ejército Luciano Benjamín Menéndez.
Menéndez es un vastísimo asesino pero en este caso está acusado del secuestro, torturas y asesinato de cuatro militantes de la izquierda: Humberto Brandalisis, Ilda Palacios, Carlos Lajas y Raúl Cardozo.
Menéndez fue comandante del Tercer Cuerpo del Ejército, cuya jurisdicción abarcaba diez provincias. Gustaba de presenciar los tormentos, de interrogar de cuerpo presente y de asistir comprobatoriamente a los fusilamientos. Su cuota personal para el botín de 30,000 asesinados por la dictadura de Videla –la misma que fue aplaudida por la Caverna argentina, no lo olvidemos– es una de las más altas. Tenía el alias de “Cachorro” y en 1998 creó, sin éxito, un partido de estirpe franquista llamado Nuevo Orden Republicano.
Mientras Menéndez asistía a la primera audiencia de su juicio, en Chile, al mismo tiempo, comenzaba el procesamiento de más de cien ­agentes y colaboradores de la DINA, la policía secreta de Pinochet.
Es el mayor juicio en torno a los derechos humanos en la historia judicial de Chile y está relacionado con la llamada “Operación Colombo”.
Esta operación trató de hacer aparecer el asesinato de 119 militantes de izquierda chilenos, perpetrado por la DINA, como ajustes de cuenta “entre guerrilleros marxistas” ocurridos en Buenos Aires. Se dijo entonces, a medida que los cadáveres ­iban apareciendo en territorio argentino, que “las facciones del MIR chileno” habían llegado a una etapa “de confrontación violenta” y que el resultado de eso eran “las salvajes matanzas de autoría misteriosa” que la prensa no podía descifrar.
¿Y qué prensa se prestó para esa inmundicia, que fue la primera gran batalla de la ­Operación Cóndor? Las agencias noticiosas norteamericanas, “El Mercurio” y sus epígonos, la nueva “Ercilla”. Destacaron en el papel de altoparlantes de los asesinos la revista argentina “Lea” y el diario “O Dia”, de Brasil.
Y mientras en Argentina y en Brasil los verdugos de ayer eran los justiciables de hoy, ­aquí, en el Perú, los peruanos apenas nos enterábamos del hallazgo de más cadáveres en la reabierta fosa común de Putis, en Ayacucho. Más que una fosa común, lo de Putis parece una pequeña ciudadela subterránea plagada de esqueletos descuajeringados y todo indica que si se sigue cavando podrá hallarse más de un centenar de antiguos cadáveres, saldo de sucesivas ejecuciones extrajudiciales perpetradas a lo largo del año de 1984.
Los testimonios recogidos por la Comisión de la Verdad, gracias a los cuales las investigaciones forenses están dando en el blanco para dolor de la patota fujimorista, señalan que las patrullas militares hicieron cavar sus propias tumbas a algunas de las víctimas, entre las cuales hay también mujeres y niños.
Pero en el Perú no hay ningún juicio por lo de Putis. Ni ningún proceso abierto por lo de Los Cabitos, el centro de operaciones del Ejército en ­Ayacucho, el lugar donde “el estado mayor” planeaba, según pregonaba, una nueva batalla por la independencia, y donde hasta ahora han aparecido 82 restos humanos de gente que fue raptada, torturada y asesinada por orden de los Noel Moral de esa época. Y ninguna prensa importante reclama por la tardojusticia que de algo serviría para aliviar el dolor y restablecer el Estado de Derecho.
La junta militar de Videla mató y/o desapareció a 30,000 militantes de izquierda. La Caverna chilena mató y/o desapareció a 3,000 allendistas y posallendistas de diversas matrículas marxistas. Los desmanes de la guerra sucia decidida por nuestras fuerzas armadas eliminaron –no en combate sino en masacres colectivas de civiles desarmados– a 35,000 peruanos.
Pero en Argentina y en Chile hay juicios. Aquí, no. En Chile y Argentina hay jueces impertérritos que no olvidan. Aquí, no. En Argentina y Chile hay prensa que se preocupa por la impunidad de los salvajes con uniforme. Aquí, no.
La diferencia parece ser esta: en Chile y Argentina habrían matado prójimos; ­aquí mataron indígenas. En esos países tan próximos y tan distantes hubo –dicen– algo así como una guerra civil. Aquí, en el viejo virreinato central de los borbones, hubo “limpieza étnica”. Allá eran blancos o mestizos que habían optado por el camino equivocado. Aquí los muertos fueron cholos pasmados por la derrota de hace 500 y pico de años, quechuahablantes ininteligibles, chacchadores de baba verde, mujeres intraducibles, adolescentes que podían ser tentados por el enemigo, niños que querrían más tarde vengarse, comuneros indocumentados por los que nadie reclamaría, viejos que ya estaban muertos de frío, viejas que sólo sabían lloriquear.
–Sí, sí, mi capitán: eran como llamas.
Y después nos preguntamos por qué a veces nos crecen tumores como el de Sendero.

martes, 27 de mayo de 2008

Chile de siempre

Mientras el doctor García era sorprendido con las manos en la Masa (pobre Vallejo, qué mal que lo citó) y lucía su oratoria old fashion en su condición de anfitrión al que había que aguantarle todo, la señora Bachelet, de satén rojo y chaleco de circo, muy parecida a la oratoria de su zalamero socio estratégico, tramaba su próximo movimiento:
–¿Así que hablas de los siete mil años de papa peruana, mihijito? ¡Toma tu papa!
Y ayer, en efecto, Chile patentó 60 nuevas variedades de papa. Todas ellas, según la ministra de agricultura chilena Marigen Hornkohl, procede­rían de la isla de Chiloé, al sur de Chile, y fueron inscritas en el registro del Servicio Agrícola y Ganadero “para proteger futuras normas de origen”.
El nuevo zarpazo sureño sobre el origen de la papa se suma a la inscripción, en ese mismo registro oficial, de ­otras 280 variedades de papa de Chiloé, una iniciativa que en el año 2006 tuvo el agrónomo chileno Andrés Contreras, de la Universidad Austral de Chile. Y ayer, para escarbar en la herida, la ministra Hornkohl ha añadido:
“Pocos saben que el 99 por ciento de las papas del mundo tienen algún tipo de vínculo genético con las papas originarias de Chile, lo que da cuenta de la importancia de este alimento tan propio de nuestra dieta”.
¿Vio, doctor García?
Usted habla y habla y habla y extenúa con sus miriñaques oratorios un poco pasados de moda y, mientras tanto, la señora Bachelet, que lo admira desde esa huachafería que le viene de la Arequipa mojigata que lleva en la mitad de su sangre, hace uso de sus antepasados y actúa. Y nos da en el centro de la papa, en el ojo del tubérculo, en la raíz andina del orgullo.
–¿Siete mil años de papa peruana, mihijito? ¡Cómete este copy right agrario!
Usted, doctor García, hacía bohemia parisina cuando debió estar leyendo historia del Perú. Y no me refiero a la de Basadre, que por algo fue el bibliotecario de Manuel ­Prado. Me refiero a la historia de verdad, la que contaron los protagonistas y la que se puede verificar con testimonios cruzados y documentos a la vista.
Y toda esa historia, doctor García, exuda odio de vasco pobretón encerrado entre la cordillera y el mar, envidia de Arauco domado desde el virreinato limeño, codicia de cueca vieja y rivalidad de Capitanía venida a menos. El problema, doctor García, es que ese antiguo sarro fronterizo hubiese podido derivar en sana competencia –como usted quiere, como les pasó a franceses y alemanes– si los chilenos hubieran tomado esa opción. Pero los chilenos ya han tomado la vieja opción que tantos buenos resultados les ha dado: armarse hasta los dientes, mutilar de facto la frontera marítima, ver qué pueden sacar de la borrasca boliviana, comprar basura peruana para “hacer su prensa” favorable al suministro de gas para su norte insaciable y siempre vivo, armar y atizar al Ecuador, invadir al Perú con sus inversiones respaldadas desde aire, mar y tierra (general Izurieta dixit).
Porque Chile es un enfermo crónico respecto del Perú y nos pagará con el puñal artero del mismo modo que la mamba negra escupe y la cascabel sonajea en la arena, es decir acatando mandatos que están más allá de la sofisticación de sus mejores ejemplares, de sus escritores formidables y de sus poetas universales. Mandatos de andrajoso que come mendrugos, que es como Chile siempre teme verse a pesar de su actual abundancia. Mandatos heredados del pobre diablo que sólo por resentimiento rompió estatuas de mármol de Carrara en la Lima invadida.
Para no hablar del pisco clonado, las batallas sanguinarias de Andrónico Luksic, el cebiche raptado, la inversión financiera peruana hostilizada en Chile. Y para no recordar el salitre, el guano de islas, la Confederación Peruano-Boliviana, el odio inmortal e ileso que Chile ha sentido por el Perú. Si el nacionalismo uniformado de Chile pudiese influir en un ­imaginario rebobinado de la geología andina, suplicaría por la abolición de estas tierras feraces y desatendidas. O por su pertenencia a Chile, “que sí las merece y sí las hubiera aprovechado”.
Y usted, doctor García, hace de buenote y Torombolo (sin serlo) cada vez que puede. Para eso se ha conseguido a ese canciller al que sólo le falta Scooby Doo para estar completo y morirse de miedo a dúo. Y no sé si para eso es que usted conserva a esa vergüenza de ministra de Transportes que parece empleada de Lan Chile. Y a ese chileno de adopción que es el señor Rafael Rey, que supongo que si alguna vez tuvo sueños eróticos los tuvo con Lucía Hiriart de Pinochet.
Ándese con cuidado con Chile, doctor García. Siempre paga mal. Y, además, por ser tan concesivo, mañana podría usted ser juzgado. Y no me refiero al juicio de la historia precisamente. Deje usted de hacerle caso a Hugo Otero. Deje de oír los susurros subordinados de la Caverna. Cuando Pinochet decía –a lo bestia– que había países-macho y países-hembra estaba pensando en Dionisio Romero y la Caverna.

lunes, 26 de mayo de 2008

Envidiando a Rojas Samanez

Se nos ha muerto Álvaro Rojas Samanez, que hace poco me escribió unas líneas generosísimas respecto de una columna y a quien debí de llamar para agradecérselas. Pero así es la muerte: saca a flote nuestras ingratitudes y omisiones.
Hace tiempo que debí decirle a Rojas Samanez que era un gran tipo, que no había dejado de ser decente en un país perfecto para organizar las olimpiadas de la mugre, que sus libros siempre me habían sido útiles y que los había consultado para algunos textos y que él, en persona, flaco hasta la sospecha de la inexistencia, flaco hasta el rumor de la levitación, se merecía un abrazo del compañero que en “Caretas” pasó con él noches en blanco velando las armas del cierre y esperando el alarido casi celta de Zileri.
Pero así es la muerte: nos recuerda a destiempo los gestos sentimentales que nos negamos porque fuimos avaros no del bolsillo sino de la memoria, mezquinos para la reciprocidad y ciegos para lo que importa, que es, al fin y al cabo, decirle a un amigo que sigue siendo nuestro y preguntarle a un compañero de oficio que qué tal le va en esto de desespinar los días.
Pero en medio de todo creo que Álvaro, que trató siempre de resumir vastedades de historia en pocas páginas, se ha ido dándonos una última lección de brevedad periodística. Lo que quiero decir es que se ha muerto con el estilo conciso de Pedro Planas, otro entrañable comunicador que nos dejó de un sopetón.
Vaya, lo que estoy diciendo es que cuando te da un infarto de miocardio sin recurso de amparo ni segunda instancia, cuando la máquina bomberil se para en seco, te ahorras unas cuantas cosas, a saber: la agonía sin éxtasis, la petidina a la vena, el tudelismo próximo, las revisiones técnicas, el culo acribillado por las inyecciones, la mejoría mentirosa, la recaída veraz, el cuento del nuevo tratamiento, las hierbas milagrosas, el cuento chino tres veces milenario, el seguro que empieza a hacer sus cálculos y a enviar a sus ajustadores funerarios. Y eso es sólo el comienzo.
En fin, te ahorras mucho con eso de tomar el atajo de la necrosis isquémica, que es cuando la instalación cardiaca se queda sin oxígeno y el músculo estriado que nos mantuvo vivos y anhelantes se seca a la velocidad de una punzada (y con el peso de un elefante pectoral). Entonces, la tricúspide deja de parpadear, la mitral de latir, la pulmonar de tener ganas y la aórtica pone candado a la tienda y se va caminando con las medias de invierno caídas, pobre vieja.
Porque todo es así de sencillo y donde supusimos que estaban los misterios de las filias hay nervaduras elásticas, y donde debían de estar los designios del odio encontraron amasijos de grasa y pliegues colágenos y donde tenía que estar la cicatriz de los pesares sólo estaba la chicotería eléctrica que hace posible el tamtam del ciclo cordial, 75 veces por minuto, a 8 décimas de segundo por latido, millones de veces al servicio de Rabindranath Tagore o del austriaco incestuoso que no quiero nombrar –da lo mismo, y supongo que a Dios no le importa a quién sirve la perfección de esa bomba aspirante–.
Así que Álvaro Rojas se ha ido en una sola parrafada, sin prólogos pesados ni colofones interminables. Sin una coma demás, se diría. Se ha largado, más bien, con el aire de despedida intempestiva de las buenas y ahorrativas muertes. La honestidad intelectual ha perdido a uno de sus raleados suscriptores.

sábado, 24 de mayo de 2008

Pobre Miró Ruiz

El congresista Miró Ruiz no es que haya matado a Matías solamente. Es que encima lo ha negado 24 horas después. Con lo que al proyectil aleve ha añadido el plomo del disimulo inútil.
Pobre Miró. Lo que no sabe es que, para todos los efectos, Matías, el schnausser, ha matado a un congresista que no le llegaba ni a la altura de la pezuña.
Pobre Miró. Vive en Huampaní, que es muy bonito, pero cree que está todavía en el establo raigal. Y entonces rivaliza con Matías, que era alemán y maniático, imperativo y kaiseriano como todos los schnausser.
Matías entendía a Miró pero había medido mal hasta dónde podían llegar los complejos etnoarmados del congresista. Sin embargo, esa comprensión no era recíproca. Así que la pugna entre un ciudadano germano llamado Matías y un usuario de las germanías desatadas llamado Miró ha terminado en un crimen pasional, que no otra cosa es el disparo de Miró Ruiz desde una ventana y por entre unas imaginarias celosías.
Pobre Miró. No sabe hasta qué punto él es el muerto sin funeral, la reputación ­acribillada por mano propia, el carácter que sirve para matar a Matías pero no para dejar huella en el Congreso.
Pobre Miró. Si supiera de la importancia de los perros no se habría convertido en el menudo criminal que, 24 horas después de los hechos, niega hasta haber conocido a su víctima, cuando hay vecinos que recuerdan a Matías haber saludado cada vez más secamente al diputado que se le había avecindado.
Si el nacionalismo implica deshacerse de los schnausser por su bismarquiana extranjería y sus modales más bien prusianos, pues entonces me declaro hijo adoptivo de Diego Portales, socio de Monroe y padrino de alguna dulzura monegasca. Es decir, si Miró es emblema del ollantismo, que me pongan a Glenn Miller remasterizado.
A los perros se les puede matar por amor, como tuve que hacer con Moro hace ­unos meses. Y hasta hoy –y así será hasta el día en que muera– recuerdo su mirada cargada de preguntas pavorosas, su dolor tranquilo y su adiós ibérico y dignísimo. Y se me llenan los ojos de lágrimas por ese compañero sin reparos y sin imaginable sustituto.
Lo peor que puede sucederle a Miró Ruiz es que aprenda a amar a los perros, esa especie superior de mamíferos que viven para honrar la vida y carecen tanto de maldad que para ser malos deben tomar prestada la ruindad del amo.
No era el caso de Matías, desde luego. Matías parecía un compacto Nietzsche pero sin jaquecas ni creencias en el superhombre. Supongo que ser vecino de Miró Ruiz lo hizo desistir de esa apuesta por el titán que el filósofo paisano planteó en su libro sobre Zaratustra.
Pobre Miró. Quizás ignora que el general Eisenhower no podía estar sin su foxterrier, que “Fea”, la perra del rey Alfonso XII, murió de pena luego de que su amo dejara este mundo, que Shopenhauer llegó a decir que sin perros a él no le habría gustado la vida y que Bismarck, probable tatarabuelo de Matías, escribió alguna vez que lo mejor de los perros es que jamás nos hacen un reproche.
Pobre Miró. Ignora que Lord Byron quiso morirse cuando su perro Boatswain, un terranova, murió de una enfermedad insidiosa. Byron dejó expreso deseo testamentario de querer ser enterrado junto a su perro, a quien le hizo una bella tumba en uno de cuyos costados escribió para siempre lo siguiente:
“Cerca de este lugar/ reposan los restos de un ser/ que poseyó la belleza sin la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad/ y todas las virtudes del hombre sin sus vicios…”
Pobre Miró. Ignoraba tanto.

viernes, 23 de mayo de 2008

Computadoras invadidas

Hay unos imbéciles telescópicos que me envían todos los días una página web llamada “Dino”, donde me ofrecen no sé qué cosa que no quiero tener ni no sé cuántos gigas que no me dicen nada, ni no sé qué almacenaje en el que me pitorreo y no sé qué ventajas adicionales del patinaje internáutico que no ejerzo.
Denuncio entonces a “Dino” por allanamiento de morada virtual y, sobre todo, por ejercer la prostitución e incitarme a ser un usuario de esta trata de pantallas en que quieren convertir la Internet. Y denuncio a todos los francotiradores de spam parapetados en mi computadora, esos que me ofrecen tarjetas de crédito que me harían feliz, soluciones financieras que tienen cara de deuda embargadora, encuentros cercanos que me hacen pensar en el virus del papiloma, seguros médicos de agentes que me han oído toser desde Houston, cruceros a las islas colonizadas por turistas sin desodorante que beben tequila en botas de vino.
Dicen que el primer correo basura se envió el 3 de mayo de 1978 –con lo que la institución del spam ha cumplido 30 añitos– y fue recibido por 393 empleados de Arpanet, abuelo de Internet. Promocionaba, muy tímidamente, un producto de la compañía fabricante de computadoras DEC.
Y lo que empezó como un pasito de danza se ha convertido en un frenesí de tijeras puneñas, sables cosacos y puterío vendedor que te asalta el tiempo y hace sus necesidades en tu jardín. Hay una empresa de seguridad informática que se llama Sophos y que ha asegurado, hace poco, que el 92 por ciento del correo internáutico mundial es pura basura comercial. Se envía impersonalmente desde computadoras gordas y madrinas abastecidas con los bancos de datos que, a traición, entregan algunas de las grandes firmas de la red. Ha habido, de hecho, porquería al menudeo que sólo puede haberme llegado gracias a Yahoo, que vale tanto precisamente porque es el registro de usuarios que hubiese querido tener J. Edgar Hoover.
Pero una cosa es el spam, que te inunda sin mojarte porque puedes abrirlo a tu elección, y otra es “Dino”, que se presenta sin ser llamado e irrumpe en mi pantalla como el pandillero con pata de cabra que es. No sé si tenga que ver con el Pancho Villa ese de Carlos Slim, pero su estilo se parece muchísimo al de otro ladrón de atención y de tiempo precioso que me ofrecía no sé qué marranadas de banda ancha estilo cartel de Sinaloa y con algún apellido azteca de por medio.
¿Habrá zoncitos que agradezcan esas intrusiones de aspecto depravado? ¿Hasta dónde llegará el tráfico de datos? ¿Todo esto del correo sin estampillas y la comunicación galáctica terminará siendo un gran centro comercial de teclado y amazon.com? ¿Terminaremos como involuntarias páginas amarillas de una guía navegante para consumidores tipo la abuela desalmada de Eréndira?
No lo sé. Lo único que sé es que mis modernos filtros de phishing funcionan, mis sistemas de defensa están activados, mi firewall ruge como un dragón, pero la lluvia tóxica del spam no deja de gotearme y muchas veces, cuando escribo estas líneas que alguna consideración deberían merecer, en plena búsqueda de una palabra que diga algo, en medio de esos silencios que te jaquean algún párrafo, cuando alguna idea más o menos atractiva ha empezado a salir de la neblina en la que siempre se escribe, justo en ese momento tocan la puerta y es “Dino” con su cara de mormón dominical y su aliento de pizza fría y su estilo de arzobispo de Boston ofreciendo no sé qué indeseables servicios.
He tratado de librarme de él poniéndolo en mis listas negras y no lo he conseguido porque “Dino”, astutamente, se esconde detrás de una decena de procedencias que parecen tener vida propia y mutar ante la persecución. Y a veces pienso, dada la naturalidad conchuda con que “Dino” se sienta en mi sofá, que de pronto esta computadora –que me niega accesos porque me exige permisos que jamás solicité que me exigieran– ya no es mía y que soy yo el flamante intruso de lo que me perteneció.
Están tocando la puerta.

jueves, 22 de mayo de 2008

Roma, ciudad cerrada

El problema de la inmigración ilegal lo ha enfrentado ayer Silvio Berlusconi con la simpleza que caracteriza a la Camorra: un solo disparo entre los ojos.
Es decir que en Italia, desde ayer, la inmigración ilegal es un delito que podrá pagarse con carcelería, primero, y una deportación a velocidad de tren bala, después.
La inmigración ilegal armada y peluda, como se sabe, fue perfeccionada hasta niveles de homicidio multitudinario por los romanos, a los que no les bastaba Roma y que solían inmigrar a heredades cada vez más remotas, adop­tando la drástica costumbre de ­apoderarse de los países que visitaban a sangre y fuego para luego poder tratar como inmigrantes impropios a los naturales de esas tierras esclavizadas.
Desde la Galia a Iberia, de Leptis a Tripolitania, de Bretania a Siria, pasando por Judea, los casi irreconocibles ancestros de Berlusconi fueron inmigrantes entusiastamente ilegales que tasajeaban a los malvados que se les oponían, crucificaban a los reincidentes, lanzaban a los leones a los libertarios y añadían a su lista de sacrificadas tareas ­aquella de explotar las mejores nuevas tierras legionariamente conquistadas.
Fueron provincias romanas por la fuerza de la inmigración fulminante, por ­ejemplo, Ispalis (o sea Sevilla), Emérita (es decir Mérida), Augusta Treverórum (Tréveris), o Londinium (Londres). Es que los romanos ­eran muy ingeniosos con eso de los topónimos y les bastaba pisar ­una ciudad, trocear a sus autoridades como Marte mandaba, bautizarla con esa lengua que más tarde iría a Misa y sentir, casi de inmediato, que la patria se había anchado ­otra vez para contento de los césares y usufructo de los generales.
Y eran bien viajeros estos romanos. Cómo serían de viajeros que hasta a Egipto llegaron sus inmigrantes dando de alaridos y ensangrentando lo que pudieron del Nilo. Muchísimos años después de esclavizarlos, Roma concedió a esos hijos de las pirámides un ­equivalente de la ciudadanía romana. El paso lo dio en el ­año 212 de la era cristiana el emperador Marco Aurelio Antonino, más conocido por la historia como Caracalla. Eso sí: Caracalla les dio ese privilegio siempre y cuando tributasen doblemente: como indígenas de Egipto (de verdad) y como ciudadanos de Roma (por razones fiscales). A los romanos no se les pasaba ningún detalle.
Para resumir, fueron tan ­exitosamente peregrinos los genes que Berlusconi intenta hoy preservar en su pureza mil veces mestiza, que Europa –con alguna excepción de índole germánica–, lo que se conocía de Asia, y todo el norte de África, fueron objeto de la expansión migratoria romana. Legiones y legiones de salvajismo conquistador y crueldad colonial agrandaron Roma al punto de que, en el siglo V de nuestra era, el poeta Rutilio Namaciano decía, con razón, que “Roma le había dado una patria única a un mundo abigarrado”.
Quién hubiese dicho que, mil seiscientos años después de lo escrito por el poeta, un milanés llamado Silvio Berlusconi nombraría a otro milanés llamado Roberto Maroni y que ambos anunciarían que la vieja Roma, reducida a su mínima expresión, ya no sería más tierra de acogida sino búnker del nacionalismo erizado y que, a partir de julio, los departamentos de los inmigrantes hallados en flagrancia de residencia informal serían expropiados, las deportaciones se acelerarían y hasta la circulación de ciudadanos europeos se supeditaría a una serie de requisitos de emergencia.
No es casualidad que estas medidas se hayan tomado en una Nápoles mafiosa que, por una huelga, parece un inmenso basurero. Las leyes de Berlusconi nacieron en el Milán racista de la Liga del Norte. Sí, en el mismo Milán que excretó a Mussolini. Sí, en el Milán de donde salieron los primeros gritos del fascismo aquel que intentó remedar “la inmigración” de los césares “viajando” a la antigua Abisinia (Etiopía), haciéndose socio de Hitler y haciendo el ridículo con sus derrotas de estampida en África.
Si Estados Unidos hubiese sido tan quisquilloso con los inmigrantes italianos, su historia se hubiese privado de notabilidades como Enrico Fermi, a quien se debió, en 1942, el primer reactor nu­clear de la carrera atómica. Pero algún norteamericano rabioso también podría decir que un control aduanero menos permisivo habría librado a su país de los Capone y los Luciano.
Si aquí hubiésemos tratado a los romanos como los italianos fascistoides de hoy tratan a los extranjeros no habríamos conocido al gran Raimondi ni habríamos saboreado los helados D’Onofrio. Ni habríamos tenido el auxilio heroico de los bomberos italianos que la soldadesca chilena fusiló en el incendio de Chorrillos. Porque en ellos pensamos cuando alguien nos habla de Italia, por más que Berlusconi y la Caverna europea nos quieran hacer creer que las tierras del Dante pertenecen ahora sólo a los Matterazi, los Genovese y los Maroni a la milanesa.
Roma se amuralla. España la imita todavía pálidamente. Europa empieza a blindarse. Pero de eso no se habló en la inútil Cumbre que a Torre Tagle tanto satisfizo. Y de eso ­era de lo que había que hablar, precisamente, de esta crisis mundial de xenofobias que acaba de estallar.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Televisión asesina

La calavera de una mujer desaparecida hace 42 años ha sido encontrada junto a una taza de té, que debía de estar tomando cuando la muerte la fulminó, y frente a un receptor de TV en blanco y negro que debió de estar mirando segundos antes de que el corazón la abandonara.
Ha sucedido en Croacia, en un suburbio, y la mujer ha sido identificada como Hedviga Golik, una soltera sin remedio que debió morir a los 42 años, en 1966, cuando dejó de frecuentar los pocos lugares que visitaba. En ese momento, todo el poco mundo que la conocía dio por hecho de que se había hartado de tanta soledad y había decidido mudarse de extramuros.
Bueno, si la muerte es la última mudanza digamos que Hedviga se mudó al territorio donde, dicen, un poco vallejianamente, que todos los jamases son posibles.
Pero esa es una interpretación extrema y solemne. Lo que a mí me parece es que este caso de terquedad televidente y coherencia póstuma demuestra que la TV puede matar.
Es más, creo intuir que Hedviga ya estaba bastante muerta la tarde aquella en que encendió su televisor, se preparó un té, volvió a la sala donde la pantalla resplandecía y se sentó en su silla favorita a ver un programa censurado de la TV titoista con la que fingía consolarse.
¿Sería un programa de concursos? ¿Uno de conocimientos? ¿Uno cómico donde lo único que no era objeto de humor era, precisamente, lo más risible, es decir el intento del también croata Josip Broz (Tito) de ser antiestalinista ejerciendo el estalinismo doméstico y de alentar el Movimiento No Alineado junto a líderes alineadísimos con el bloque soviético?
Conocí a españoles que lucían saludables y tomaban carajillo aun después de que los neurólogos hubiesen decretado su muerte cerebral a causa de la TV franquista. Y en la Cuba del Comandante Irrefutable, lo único que no pudo enfrentar el formidable sistema de salud del socialismo redentor fue la epidemia de meningitis desatada por la TV de las siete palabras. Una vez, visitando la República Democrática Alemana, creí ver a una multitud que aplaudía una pantalla de TV apagada. Nunca supe si ese espejismo avieso venía de mis prejuicios pequeñoburgueses o esos alemanes del camarada Erich Honecker aplaudían su programa favorito y eran, por lo tanto, profetas de la caída del muro.
Lo cierto es que algún día se conocerá el tamaño de la mortandad causada por la TV y el ejército global de zombis que el invento ha creado para su beneficio.
Ahora ya no hay casi ejemplos de televisiones estilo Gran Hermano estalinista. Pero la televisión capitalista-salvaje es virtualmente lo mismo. Sólo que un poco peor. Porque esta TV disfraza su imbecilidad unívoca con la aparente diversidad de sus estaciones. Es como si en una lotería de suerte inversa todos los números estuviesen premiados.
La TV titoista que mató a Hedviga Golik mataba de aburrimiento en un proceso que empezaba con una fiebre leve y terminaba con un ataque masivo del llamado síndrome de la esclavitud estoica. La TV de los cables mágicos manejada por los hijos de Friedman te mata de una huelga general indefinida de neuronas, un proceso vicioso que cambia axión por acción, sinapsis por sinopsis, metadona por dopamina y así sucesivamente hasta llegar a Lúcar. En el periodo terminal de la enfermedad –el mismo que puede durar cuarenta años– Jaime Bayly te parece valeroso, Miami es Atenas, Raúl Romero un comediante. En ese momento la metamorfosis se ha completado: serás Gregorio Samsa sin haber leído a Kafka, degustarás de nuevas alcantarillas y te irás volando de donde alguna decencia te perturbe.
No hay muertos más vivientes que los adictos a la TV “plural” de los Murdoch y sus Televisas filiales. Creen que se informan cuando les mienten. Creen que lo que ven es lo que fue. Creen que el mundo se parece a lo que el pobre Tola les cuenta cada noche.
La TV titoista estaba gobernada por el sueño demente de imponer la felicidad con las bayonetas. La TV capitalista-salvaje made in Las Vegas desea una inmersión planetaria en la tetudez que inmoviliza. Unos quisieron un mundo mejor y nos dieron una pesadilla insuperable. Estos de ahora quieren que amemos el mundo peor por el que matan.
La TV titoista quería creyentes. La TV que nos contamina quiere descerebrados. Y es que un mundo donde Bush puede ser líder del terrorismo estatal en nombre de la democracia exige una gran plebe cósmica parida por la debilidad mental.
La TV mata. El dulce esqueleto de Hedviga Golik, colocado frente a su viejo receptor, nos lo ha recordado.

martes, 20 de mayo de 2008

La madre del chacal

Carlos Raffo –hijo simbólico de Anastasio Somoza, sobrino-nieto recontraputativo de Rafael Trujillo, caspa gruesa de Alberto Fujimori– ha vuelto a las andadas.
Ayer ha salido a acusar a Roxana Haas, empleada administrativa del consulado peruano en San Francisco, de haber sido puesta allí gracias a las influencias de su cuñado Jorge del Castillo.
Eso no es verdad. Conozco el caso porque soy parte de la historia breve y corajuda de Roxana Haas. En 1999, cuando algunos de los “valientes” y “demócratas” de hoy se meaban de miedo y se callaban renalmente en varios idiomas, Roxana Haas tuvo la audacia de copiar, de la computadora madre del Banco Wiese, el registro de movimientos de una de las cuentas que el ladrón y asesino Vladimiro Montesinos tenía en Lima.
Esos papeles se los entregó a Jorge del Castillo, que por entonces peleaba casi a solas, desde el Apra, en contra del régimen. Con esos papeles se apareció una noche Jorge del Castillo en la oficina del director de “Liberación”.
–Mira lo que te traigo –me dijo.
Les di una ojeada, traté de calibrar su importancia, estallé de entusiasmo.
–¡Carajo! –exclamé–. ¿Cómo has conseguido esto?
Fue en ese momento que me enteré de la existencia de Roxana Haas. Empleada del Wiese, harta como millones del muladar que la hez del Perú había construido desde Palacio de Gobierno, Roxana había logrado meterse en los registros mejor guardados de las cuentas menos publicables y había dado con los últimos movimientos de una cuenta de Vladimiro Montesinos Torres. ¿El saldo de esa sola cuenta? Dos millones y seiscientos cincuenta y nueve mil soles.
–Mándale un beso a esa mujer que tiene más cojones que el 90 por ciento de la prensa actual –le dije a Jorge del Castillo.
–Ojalá que no la descubran –dijo Del Castillo en un tono sombrío.
–¿Tú crees? –pregunté.
–Como te he dicho, ha tratado de cubrirse, pero todo es posible –dijo él.
Ala mañana siguiente, “Liberación” vendió ejemplares más que nunca. Hicimos un tiraje especial para cubrir la demanda. “Las cuentas de Montesinos” gritaba la portada.
El japonés que golpeaba a su esposa y se coqueaba en Palacio según versión de Susana Higuchi, debió saltar hasta el techo. Y cuando los “periodistas” acuartelados en la Casa de Gobierno le preguntaron ­(inevitablemente) qué opinaba de la publicación de esas cuentas, atinó a escupir la siguiente frase:
“El doctor Montesinos recibe honorarios importantes de empresas extranjeras. Él es un consultor muy cotizado en materia de seguridad y de inversiones. Estoy seguro de que eso explica la existencia de ­esa cuenta”.
No hubo repreguntas, por supuesto.
El país se había enterado ­oficialmente: el asesor presidencial, vigilante y sagaz, que estaba “catorce horas”cada día al lado de su jefe garantizando la tranquilidad interna, la derrota del terrorismo y la sacralidad de nuestras fronteras, ­ese hombre que apenas tenía tiempo para dormir y acudir a su despacho a las 7 de todas las mañanas, resultaba un “consultor internacional” mejor remunerado que el gerente de la General Motors.
El odio de Fujimori hacia este periodista podría haberse comparado, en ese momento, con un Huascarán hecho de mierda propia e importada. Héctor Faisal, el argentino que Montesinos contrató en un botadero bonaerense, me dedicó un suplemento en un diario de la familia Wolfenson. Pepe Olaya, el negro literario de la familia Wolfenson, me llamó “rosquete” en una columna de “El Chino” (hoy “La Razón”).
Y, mientras tanto, la investigación policiaco-informática en el Wiese arreciaba. A los diez días de la hazaña, Roxana Haas fue puesta en la picota y descubierta: una huella literalmente digital de su búsqueda fue hallada en una computadora próxima a la suya. Comprobando, con las cámaras de vigilancia, horarios de entradas y salidas, la cuñada de Jorge del Castillo fue avisada por alguien de que no volviera al banco. Empezaron las amenazas, las promesas de revancha, los insultos telefónicos, los envíos de flores a su casa.
La vida de Roxana Haas corría peligro. Y con un gobierno que había protegido a Martin Rivas y descuartizado a Mariella Barreto –intrusa de la computadora madre del Pentagonito, intrusión que ­abortó el plan destinado a matarme–, el asunto era para tomarlo muy en serio.
Esa fue la razón por la que Roxana Haas tuvo que abandonar el país, obteniendo, felizmente, el apoyo inmediato de la embajada norteamericana. Ella se ganó la vida como pudo y se rehizo en los Estados Unidos. Fue cuatro años más tarde, en el 2003, durante el gobierno de Alejandro Toledo, que Roxana Haas obtuvo el puesto administrativo que hoy tiene en la oficina consular del Perú en San Francisco. Por lo tanto, Jorge del Castillo nada tuvo que ver con su nombramiento.
Este Raffo acusador y mentiroso es el mismo que “denunció” a monseñor Luis Bambarén de tener un hijo escondido en Chimbote. Cuando se comprobó la falsedad de tal especie ni siquiera tuvo la hombría de retractarse.
Este Raffo es el mismo que hace poco, oficialmente, desde el asiento congresal que infecta, anunció que presentaría una moción demandando “una investigación a las ONG de derechos humanos por sus vínculos con el terrorismo”.
Es el mismo que dijo que Fujimori había “calculado perfectamente lo de la extradición, porque así todo se aclararía y en el juicio sus enemigos quedarán en ridículo” y el mismo que se burló cuando el monumento “El ojo que llora” amaneció pintarrajeado de naranja, el color de la banda de la que es sicario mediático.
Ahora, ante la presumible alegría del doctor García –cainita por placer–, Raffo quiere vengarse de Jorge del Castillo por lo que declaró en el juicio al frustrado senador japonés Alberto Fujimori. Del Castillo, como se recuerda, abrió esa tarde una ventana por la que entró un poco de aire y otro poco de memoria no censurada. Ese aire barrió por un momento la nube de encubrimientos, olvidos y complacencia judicial que parece ser el sello del llamado “megajuicio”.
El problema de Raffo es que ha vuelto a meter la pata calumniando esta vez a Roxana Haas para salpicar a Jorge del Castillo y para vengar, cuatro años después, a su verdadero jefe directo (es decir, Vladimiro Montesinos).
Pero detrás de todo ello, el asunto de fondo es que Raffo ha empezado a temblar porque hay una acusación fiscal, documentada y de veras temible, en marcha. Y es que por lo menos dos testigos señalan que Raffo, encargado de la campaña por la re-reelección ilegítima de Fujimori, recibió, en vivo y en directo, en sucesivos sobres, unos ciento cincuenta mil dólares procedentes de los bajos fondos del SIN. Y no sólo se trataría de un caso de peculado por el que se solicita cinco años de prisión. Es que, además, según fuentes fujimoristas ortodoxas, Raffo nunca rindió cuenta de lo que hizo con esa plata.
Esa es la madre del cordero. Bueno, del chacal, para ser más precisos.

lunes, 19 de mayo de 2008

García y la señorita O’Grady

Bueno, ya se fue la visita. Así que ahora podemos volver al tema que más preocupa: Alan García. Y es que en las sociedades antropomórficas como la peruana, donde las instituciones son pura escenografía, analizar al líder del momento es como cuando en el sacerdocio pagano leían vísceras y traducían los regímenes del viento.
Como muchos de ustedes ya saben, la editora de la Sección América del “Wall Street Journal”, Mary Anastasia O’Grady, le ha hecho, en días pasados, una entusiasta entrevista al presidente del Perú.
Que la señorita O’Grady esté doctrinariamente enamorada del doctor García –él también tiene altas cualidades–, no es cosa que me sorprenda. ¿Cómo no embelesarse con un titán de la palabra que ayer fue socialdemócrata y hoy es socialcualquiercosa? ¿Cómo no regocijarse con un líder que antes preocupaba a la Rand Corporation y que hoy podría estar en su planilla? Los conversos tienen un atractivo especial para quienes profesan las ideas que los conversos terminan aceptando. Eso, además de un reclutamiento, tiene un aire de perversión.
Como sea, la señorita O’ Grady apuesta por García y advierte que “después de esta entrevista puedo asegurar que García se aferra firmemente a los principios en los que dice creer”.
Lo que equivale a decirle a la comunidad financiera internacional: “No es un episodio de locura bipolar. García es de los nuestros”.
Para “The Wall Street Journal” eso de “los nuestros” significa una sola cosa: Ningún “nuestro” hará algo que pueda irritar a J.P. Morgan, Casa Blanca, Colgate-Palmolive, Texaco, Departamento de Estado, British Petroleum o Pentágono. Eso es ser “nuestro” en el periódico que hoy está en manos de Rupert Murdoch, el magnate de la prensa corporativa y la rabona de las guerras de Bush.
Lo que quiere decir también que García ha hecho muy bien su tarea y está volando muy alto en la esfera del arribismo global. Tenemos que reconocer que ni Uribe se le aproxima en este arte del buganvilismo clueco. Y esto que Uribe hace lo imposible por ser el favorito y llega a ser tan pobre diablo que envía donde los jueces norteamericanos a los archiasesinos paramilitares tan amigos de su entorno -¡renunciando al derecho de Colombia a tener Poder Judicial!-.
Pero volviendo a García: en el artículo que lo consagra como uno de los divos ultraliberales que Susana de la Puente invitaría a cenar, el presidente del Perú habla “de los últimos diez años” de exitosa política económica, lo que supone su primer paso hacia la confesión sincera y la colaboración eficaz. ¡García terminará admitiendo su fujimorismo masoco, así como Haya terminó en cuchipandas con el general que ordenó matarlo y hasta con el Cayo Mierda ese que era el mandamás de su policía!
En un momento de la entrevista, la señorita O’Grady le pide al doctor García que le explique el porqué de su cambio de camiseta (“de populista de izquierda más notorio de los años 80 a defensor actual del libre mercado”).
Esta es la fascinante y textual respuesta:
“Primero, más que leer uno tiene que ver la realidad y esta realidad es lo que ha cambiado. Hace 25 años el mundo se dividió en dos y lo que no existía era la extraordinaria revolución en las comunicaciones y la informática, que es la base de todo cambio en el mundo económico actual y del cambio en nuestras ideas. Internet, el dinero electrónico, la apertura económica sin fronteras, esto es lo que ha impulsado el cambio de pensamiento. Esta nueva realidad exige que no nos opongamos a la ola de globalización sino que la aprovechemos a favor de la sociedad”.
¿Alguien puede citarme un ejemplo mayor de sancochado mental? El desafío está abierto.
García confunde casi todo. ¿Quiere decirnos que su pase al club de Milton Friedman es reponsabilidad de Bill Gates? Sí, eso parece. Pero lo cierto es que la intercomunicación mundial es algo muy diferente a eso que García llama “ola de globalización económica”. ¿Qué tienen que ver el dinero electrónico con la cláusula lesiva a la agricultura peruana que García ha firmado en el TLC con los Estados Unidos? Nada. ¿Y es que el panimperio romano necesitó del Internet para aspirar a la unanimidad?
¿Es que García, para completar su faena de mutante neocon ha optado también por una especie personal del “pensamiento débil”? ¿No entiende que el Internet puede ser maravillosamente diferenciador mientras que la globalización made in USA viene de la inexorable y anticuada ambición de un imperio que repite lo que intentaron todos los imperios?
García también confirma –y esta sí que es una primicia dedicada a la señorita O’Grady– que se viene un abaratamiento del despido laboral. Y suelta este rollo astuto: si las empresas modernas están condenadas a la inestabilidad (o sea, a la muerte súbita) cuando no se modernizan, ¿por qué a los trabajadores no les debería suceder lo mismo?
Esa será “la primera reforma de segunda generación” del Estado, la que claman desde hace tiempo la Confiep, Vega Llona, Carlitos Adrianzén, Verónica Zavala y, por supuesto, Otto de Habsburgo (o lo que quede de él).

Posdata: qué desilusión para muchos la “cumbre” de Lima. Jamás esperé nada de ella. Por eso es que a mí, en este caso, la decepción no me concierne. Las “cumbres” sirven para llevar las actas de las promesas internacionales incumplidas.

sábado, 17 de mayo de 2008

Globos de santo ensayo

Ya nadie busca al sacerdote Adelir Antonio de Carli, de 41 años, elevado a los altares del ozono por un millar de globos llenos de helio.
La Fuerza Aérea brasileña lo declaró desaparecido después de que sus aviones de búsqueda cubrieran unos cinco mil kilómetros cuadrados de tierra y mar.
La Armada también lo ha declarado virtual y desangelado difunto después de que dos barcos y un helicóptero investigaran durante 135 horas el paradero de quien había partido de la ciudad portuaria de Paranagua, en Paraná, al sur de Brasil.
Hasta los barcos pesqueros que no se dieron por vencidos en los primeros días han tenido que reconocer que el cura Adelir Antonio se ha esfumado en los aires revueltos que están sobre el Atlántico. Y lo mismo pasó con los bomberos, que intentaron divisar a este aeronauta divinamente loco no en el mar sino en las montañas costeras densamente arboladas donde una ráfaga de viento –pensaron– podía haberlo arrojado.
Pero nada. Y la verdad es que todo empezó a saber a desgracia cuando unas decenas de los globos que lo ha­bían hecho trepar hasta las nubes que limitan con el santoral fueron vistas desde un ­avión flotando a duras penas en el oleaje. Los globos pare­cían blandengues, laicos, fracasados.
Este santo de la autopropulsión había despegado provisto de un casco impermeable, un traje térmico de aluminio, comida y ­agua suficientes para las 20 horas de su travesía, pastillas energizantes, dos teléfonos celulares y un sistema GPS de localización por satélite.
La última vez que escucharon su voz fue ocho horas después del vertical decolaje, cuando preguntó a través de un celular cómo debía operar el GPS porque sentía que se estaba desviando de la ruta más o menos prevista. Su voz era la de un desesperado. Fue en ese momento que la comunicación se llenó de borborigmos y raspones electrónicos y se interrumpió.
De Carli no era un primerizo en temeridades. En ­enero de este año había volado, en la misma disparatada aerolínea de helio y aventones, desde Paraná hasta una localidad próxima a la frontera con Argentina. Esa vez había empleado sólo 500 globos y había recorrido 110 kilómetros en cuatro horas hasta aterrizar con sus propios pies en Misiones. Pero eso no le bastó. Estaba obsesionado con batir el récord Guinness de un norteamericano que había estado colgado de un racimo de globos de gas ­aligerado durante 19 horas. Y quería, además, recoger todo el dinero que su hazaña pudiese darle para crear la Pastoral de las Carreteras y el Santuario del Camionero.
Pero el diario “Folha de Sao Paulo” acusó a Ernesto Klein, organizador del viaje de este cura-globo, de ­irresponsabilidad extrema señalando que el sacerdote había sido expulsado de unas clases de parapente por su incapacidad para aceptar instrucciones.
“Creía saberlo todo”, dijo uno de sus instructores. “Lo que ha hecho es suicidarse de una manera novelesca”, añadió.
A diferencia del funámbulo y escritor Philippe Petit y de Alain Robert, el hombre araña, –ambos franceses y ambos muy cuidadosos en la preparación de sus excesos– el cura De Carli puso toda su fe en la protección superlativa y casi de índole gremial que creyó merecer. No fue Dios, sin embargo, el capitán de los vientos que lo llevaron no al oeste, como esperaba, sino el sureste, mar adentro y muerte fría.
uizás los católicos piensen que así Él castigó la soberbia de un hijo que parecía desafiarlo todo. Yo pienso, más bien, que así Dios pudo querer demostrarnos qué poco tiene que ver con el régimen de los vientos, los enojos del mar y, en general, con el clima que el hombre ha enloquecido. La desprotección hacia su pastor puesta de manifiesto por Dios en este caso ­equivale a una declaración ­editorial de “L’ Osservatore ­Romano”.
En cuanto a De Carli, quizás no se haya muerto sino que ha decidido quedarse a mirarnos por todo lo alto. Si el Vaticano fuese más justo y divertido ya estaría repartiendo en su prensa la historia de este santo varón nada rampante que fue al asalto del cielo y a la gloria de las alturas con argumentos tan gaseosos como los de muchos que sí lo lograron y que hoy son parte de la Nomenclatura.

viernes, 16 de mayo de 2008

Continente despreciado

Comentando el libro de Michael Reid “Forgotten Continent: The Battle for Latin America’s Soul”, Francis Fukuyama admite algunas de las cosas más duras que conservador alguno haya tenido que admitir en relación a esta región:
“…América Latina no merece ningún respeto para Washington. Mencione la región en ­una reunión de letrados en política exterior que no sean especialistas en América Latina, e inmediatamente dejan de prestar atención. Puede haber un rápido debate sobre Hugo Chávez, de Venezuela, pero la atención pronto volverá a Medio Oriente, Rusia o China…”
Si eso les parece fuerte, escuchen a Fukuyama citando el consejo que Richard Nixon le daba, en 1971, al por entonces joven Donald Rumsfeld: “América Latina no importa… Hoy a la gente le importa un comino América Latina”.
¿Ha cambiado la situación en estos últimos años?
¿Somos menos despreciables los latinoamericanos, aunque sólo fuere porque somos una minoría étnica de creciente importancia electoral en territorio de los Estados Unidos?
Que cada uno dé su respuesta. Yo, modestamente, ensayaré la mía.
Creo que nunca como en estos días hemos sido tan mal vistos por Washington los latinoamericanos.
No quiero decir que no nos vean suculentos como inversión, apetecibles como tierra fácil, comprables a granel, teleceables al martillo, dúctiles como Ménem, rentables como García, sociables como ­Uribe. Bueno, la verdad es que, desde Monroe, desde el zarpazo sobre México, desde el invento ocurrente de Panamá, desde la primera invasión de Nicaragua, es decir desde siempre, América Latina ha sido el Oeste del sur y/o el apéndice inflamado del gigante norteamericano.
Lo que quiere decir que, para dolor de nuestros “estadistas” formales, estos paisajes de malaria y grandes mayo­rías preteridas no han sido vistos ni como interlocutores ni, por supuesto, como pares.
El problema es que el desdén académico, que no nos debería importar, tiene un correlato político y, eventualmente, militar. En ­ese sentido, los disciplinarios como Nixon o Reagan –digamos que nombrar al señor Bush en esa lista es insultar la seriedad del imperialismo– siempre estarán dispuestos a “intervenirnos” si nos descarriamos lo suficiente o a “sepultarnos en vida” si no nos pueden intervenir (que lo diga el leprosorio que dirige el doctor Castro en el Caribe).
Y el otro problema es que la globalización de la economía y de las recetas para el desarrollo –tal como las entiende la Casa Blanca desde que las tropas de asalto del Cato Institute abolieron toda disidencia– exige un planeta más terso, regímenes mejor orquestados, consensos más esparcidos.
¿Cómo hacer, entonces, en un continente dividido hasta el desgarro?
El asunto sería muy fácil si estuviésemos hablando de ­países que debaten entre ­iguales. En ese caso, la prudencia y el derecho internacional aconsejarían el trato diferenciado, la persuasión de la diplomacia y la batalla de las ideas.
El asunto es que cuando en América Latina hay síntomas de alguna singularidad irritante –de Sandino a Chávez, de Perón a Evo Morales, de Martí a Arbenz, siempre ha sido lo mismo–, Estados Unidos no procede ni siquiera como una gran potencia sino que actúa como si fuera el sistema inmunológico de la región. Y esos glóbulos blancos baleando a la intrusa rojería bacteriana creen estar actuando en nombre de la salud, los fueros de la vida y los designios de Dios.
Así no se puede hacer nada que no sea responder como Chávez, parapetarse como Castro, quejarse como Evo Morales, amenazar como Correa. Estados Unidos está tan convencido de la minoría de edad de esta región que decide cuándo las elecciones son dignas de acatarse y cuándo son errores en los mecanismos de defensa de nuestros ganglios.
Uribe está bien elegido. Correa, no. García, el recién reclutado, es una buena decisión colectiva. Morales es, en cambio, un impromptu tumultuario. Y ya no hablemos de Chávez, que ha llegado a ser, actualmente, el único mioma más o menos serio que amenaza la cordura de la región.
Si Estados Unidos no cree en la democracia de los otros y está dispuesto a incluir a la CIA en los designios de su política exterior, ¿cómo puede la clase política seria de esta parte del mundo convencer a las masas de que el modo de vivir democrático es un imperativo de la civilización?
¿De qué Estado de Derecho puede hablarse cuando Estados Unidos alienta, con las groseras intervenciones de su embajador, el kosovismo de los ricos en Bolivia y garantiza a un ustachi de corazón como Branko Marinkovic el apoyo militar en caso de que la guerra civil sea inevitable?
¿No sabe el Departamento de Estado, con sus modales de políglota, lo que hace la CIA, liberada de casi toda tutela interna después del 9-11, en Bolivia, lo que quiso hacer en Venezuela y lo que haría, sin duda, en Ecuador si Correa va más allá de las palabras y aspira a reformular el crecimiento económico y la política tributaria de las transnacionales?
¿Sólo se puede ser socio de los Estados Unidos desde la ­alegre servidumbre sureña? ¿Tiene América Latina que ser el sur de los Estados Unidos antes de que Sherman incendiara Atlanta?
La desaparición del bloque soviético y la liberación de las llamadas democracias populares en Europa del este fue un favor que se le hizo al buen gusto. ¿Pero cómo llamamos a la política de asesinar a Bishop e invadir Grenada, matar a cientos de panameños para derrocar a un socio sublevado como Noriega, traficar con droga para armar la contra nicaragüense? ¿Lo llamamos política exterior o nos atrevemos con el idioma y decimos que es gansterismo en fase de metástasis? Y que Ricardo Lagos se volviera un González Videla a la orden de Washington, ¿nos puede hacer olvidar lo que pasó en Chile en 1973? Y que Vietnam sea ahora una esponja para la inversión internacional, ¿nos hará borrar lo que leímos en Los Papeles del Pentágono en 1970?
Estados Unidos, como resume Fukuyama, desprecia a América Latina. Esa es la mala noticia. La buena es que Estados Unidos desprecia a casi todo el mundo. Entre las excepciones están Israel, su socio nuclear en el Medio Oriente, Canadá, que está más arriba de las Dakotas y ayuda con medicamentos menos caros a sus jubilados, e Inglaterra, que es la madre a quien la necesidad condujo a oscuros quehaceres de la casa.
En América Latina, Estados Unidos desprecia a quienes se le enfrentan pero quizás desprecia más a quienes sólo le dicen el amén. Como decía Renard, “acabamos por despreciar a los que están demasiado fácilmente de acuerdo con nosotros”. Mala noticia para el doctor Alan García.

jueves, 15 de mayo de 2008

Cecilia recuerda a Javier

Cecilia Heraud Pérez, hermana de Javier, ha escrito el texto que hoy ocupa, con todo derecho, el espacio de esta columna que, en días pasados, recordó al poeta asesinado el 15 de mayo de 1963, hace exactamente 45 años. Ella tuvo la generosidad de agradecerme, en nombre de la familia Heraud, lo que yo apenas pude balbucear en aquellas líneas que ­evocaron la imagen de un poeta que sólo quería que su patria fuera hermosa y justa y que pereció acribillado en ­“ese paraje humeante” que más tarde, en su discurso de aceptación del premio Rómulo Gallegos, recordaría también, doliente e indignado, Mario Vargas Llosa. Hoy le toca a Cecilia recordar a su presente hermano. Que los encumbrados asistentes a la reunión que ha feriado a Lima se enteren de que el Perú no es sólo negocios y oportunidades. Que sepan que nuestro país tiene deudas viejas y deberes olvidados. Y que Javier Heraud también nos encarna y nos encara. (¡Pensar que hoy el buen Javier sería llamado, gracias al triunfo semántico de la Caverna, un terrorista!)
“Hace 45 años Javier Heraud fue muerto en el río Madre de Dios, en ese río enorme donde paradójicamente se ha instalado la base de lo que será el puente que unirá la carretera interoceánica que se espera traiga progreso y desarrollo en la zona. Hace 45 años, Puerto Maldonado, capital del departamento de Madre de Dios, era un pueblito de apenas unas cuadras y unos pocos miles de habitantes –no sé exactamente cuántos–.
Yo visité la tumba de mi hermano en noviembre de 1963, ­apenas unos meses después de su asesinato, y aprecié el atraso y el ­abandono. Javier, en realidad, iba de paso a Puerto Maldonado. No fue a quedarse ni a iniciar allí ninguna acción. Según versiones que recogí, el pueblo fue azuzado por curas y autoridades, los gamonales de siempre que tienen miedo a perder lo que tienen. Y lo mataron: a él, que sólo quería luchar por los pobres de su tierra.
Desde entonces acudí a su tumba en varias oportunidades y me hice amiga de algunos pobladores y autoridades, gente buena que cuidó la tumba de Javier con amor y dedicación. El cementerio “Los Pioneros” era un hermoso lugar donde paseaba y charlaba con Javier. El día de hoy su abandono es impresionante. Un lugar que debería ser la memoria colectiva del pueblo y sus precursores es un lugar abandonado, con maleza que no permite ver más allá de unos metros. La hermosa puerta de hierro fue clausurada y se abrió otra en una esquina, en lo que antes era el final del cementerio. Se ingresaba por allí y se lograba llegar casi sólo hasta la tumba de Javier. Lo demás estaba abandonado y hasta las tumbas habían sido destrozadas, no sé si por robos o por los traslados al nuevo cementerio.
Pero este 29 de abril la tumba de Javier estaba limpia y cuidada como siempre. Un cartel pegado decía: “Gracias hermanitas por venir a visitarme. Javier”. Ni el amigo que nos esperaba sabía que habíamos iniciado el viaje de regreso de Javier a Lima.
He dormido todo/ un año/ o tal vez he muerto/ sólo un tiempo/ no lo sé./ Pero sé que un año/ he estado ausente,/ sé que un año he descansado,/ sé que en ese tiempo/ las moras y las frutas/ secaban sus raíces/ triturándolas/ de sabor y regocijo/. Yo descansé/ en la tierra/ y felizmente/ mi corazón no se secó con la humedad/ del llanto,/ no sollozó,/ no reclamó tristezas pasadas/.
He vuelto ya./ Mamá, papá,/ he vuelto. Hermanos,/ aquí estoy/ como antes,/ cantando en las noches del invierno/ con mi seco corazón de pan y piedra/. Gustavo, tú has crecido/. ¿Y ya no cuentas/ con los dedos/ y ya no lees/ letra a letra/ y ya no sueñas/ con los tigres y elefantes?/ Es cierto, padres,/ hermanos, aquí estoy./
He estado un largo año/ tendido en la hierba del olvido/ cubierto por las hojas/ del ­amor y del otoño/. Ya he descansado un poco,/ lo confieso,/ yo partí/ sin despedirme,/ pero es que en mi corazón/ no cabían ya más flores/ en mi corazón no entraba ya/ el duro secreto de la vida/…
Y seguía caminando,/ pensando en el pan/ caliente de la casa,/ saboreando el arroz/ preparado por mi madre,/ sintiendo a mi cama con sus sábanas felices…/
Pues sí, trajimos a Javier de vuelta a Lima, a descansar junto a mi padre y cumpliendo un deseo vivo de mi madre. Ella misma firmó el poder que nos daba para iniciar las gestiones del traslado. Y lo hicimos con mucho amor.
Pedimos al Equipo Peruano de Antropología Forense para atenderlo como Javier se lo merecía. Yo deseo expresar la sensación que sentí cuando sus huesos aparecieron increíblemente ante nuestros ojos. Era como si Javier nos estuviese diciendo: “los he estado esperando 45 años”.
José Pablo y Franco han limpiado y recogido cuidadosamente el cúbito, el radio, el fémur, su mandíbula, sus dientes, vimos la muela del juicio apareciéndole, como justamente suele hacerlo, entre los 20 y 21 años (los que él tenía), su húmero, su tibia y peroné, su hermosa cabeza, su pelvis… Fue un regalo de hermano. Y el dolor de tantos años se transformó en ese consuelo que buscan todos los que pierden a un ser amado al que no pueden dar sepultura.
Hemos traído en ­avión a Javier, lo hemos tenido ­una noche con nosotros y lo hemos despedido los hermanos cantando Porque mi patria es hermosa,/ como una espada en el aire,/ y más grande ahora y/ más hermosa todavía,/ yo hablo y la defiendo con mi vida…
Y lo hemos sepultado junto a nuestro padre, según expreso deseo de esa mujer maravillosa que le dio vida y que ha vivido esperando este momento.
Por primera vez, al decolar el avión de Puerto Maldonado, no se me quebró la garganta por el llanto como cada vez que partía dejándolo solo en esas tierras. Ahora podremos visitarlo siempre y llevarle flores a su tumba. Si bien ­eso no lo devolverá con vida, sí nos dará consuelo y nos ­ayudará a ser mejores que antes, como él hubiese querido.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Un tigre que era otorongo

Cuatro niños menores de cinco años han muerto en estos últimos días en Huancavelica.
Han muerto de neumonía, que es el azote de las alturas y la especialidad cuchillera de las heladas.
En lo que va del año, sólo en ese departamento se han reportado 7,846 casos pediátricos de enfermedades respiratorias agudas.
Mientras nos enterábamos de esa noticia –pura cacofonía informativa en la agenda de nuestra “economía emergente”–, el ministro de Agricultura, el muy próspero banquero Ismael Benavides, tenía que reconocer, enfrentado a la prensa extranjera de visita gracias a la Cumbre, que en Huancavelica la pobreza actual llega al 88 por ciento de la población.
No sólo eso: encarado por las cifras, Benavides hubo de admitir una redundancia que parece plaga bíblica: que la pobreza ha aumentado en la miseria. Traducción toponímica: Ayacucho, Pasco y Huancavelica son ahora, si cabe, más pobres que hace tres años.
Y al sur del país, el que casi le da el triunfo a Ollanta Humala, Benavides le dedicó una generalización que sólo el cuarto mundo puede arropar: 70 por ciento de pobreza, 30 por ciento de desnutrición.
Ese es el rostro por lo general negado del Perú. Hay que reconocerle a Benavides el coraje que a otros les es negado. Habría que preguntarle, sin embargo, qué está haciendo él, como encargado del sector agrícola, para pelearle a la muerte la propiedad de tanto territorio y la desaparición precoz de tantos niños. Y la verdad es que es muy poco lo que Benavides puede hacer si se piensa que el doctor Alan García ya apostó por la agroexportación, desdeñando el concepto de la autosuficiencia alimentaria en un país que, mucho antes de los García o los Benavides o los Hildebrandt, pudo alimentar a su pueblo engriendo a la tierra, guardando sus frutos en las cadenas de frío de los nevados y sembrando en las laderas colgantes de la montañería. Y es que la derrota de los precolombinos fue también el acabóse de la agricultura como centro del hombre. Los forasteros ignoraban que el verdadero Potosí estaba en las semillas que ellos mandaron descuidar.
Ayer, primer día de la Cumbre sobreestimada, los peruanos nos hemos dado un baño helado de realismo. Antes de que Benavides nos hablara del avance de la pobreza en las sierras donde Sendero Luminoso ensayó sus primeras lecciones de marxismo mutante y maoísmo armado, el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) nos había lanzado a la cara otros números hostiles: el Producto Bruto Interno (PBI) del Perú sólo ha crecido 5,5 por ciento en el mes de marzo, el rango más bajo de los últimos dos años. Es cierto que el promedio de incremento del PBI en el primer trimestre del 2008 sigue siendo muy alto (9,27%), pero ningún experto pudo prever un bajón tan drástico como el de marzo.
Además, como para que siguiera lloviendo sobre la fogata, el INEI también dijo que la inflación, medida en los últimos doce meses de marzo del 2007 a marzo del 2008, ha trepado al 9,1 por ciento, cifra que ya empieza a preocupar a los más optimistas. Si a esto le agregamos el dato de que el sector agropecuario creció –también en marzo– sólo 0,42 por ciento, estaremos frente a una diversidad de síntomas que apuntan a que el piloto automático del modelo ultraliberal peruano ha dejado de funcionar, lo que debería imponer una navegación manual y unas correcciones de rumbo que nos eviten la tormenta.
¿Querrá García tomar los controles de este avión ensamblado en los viejos hangares del Consenso de Washington?
Lo más probable es que no. Converso como Constantino, inflexible como Sixto V, milagrero como San Bonifacio, García y su nueva iglesia viven todavía una luna de miel sin sobresaltos. García debe estar convencido de que una mano decisiva (y claro que invisible) lo sacará del apuro y lo devolverá al hit parade de las economías anabolizadas por la inversión extranjera y los tratados de libre comercio.
En todo caso, ayer por la mañana, entre las cifras de la pobreza ­acrecentada y las del crecimiento decrecidas, los peruanos supimos que es muy difícil ser indefinidamente el tigre sudamericano que crece a tramos chinos y que “The Economist” recomienda como vacaciones para inversionistas. Ayer, como si nos despertáramos de un sueño borgiano, volvimos a parecer el otorongo que nos es tan cercano.

martes, 13 de mayo de 2008

Envidiarquía

La envidia es una rata que conozco desde hace mucho tiempo. Cuando yo tenía muy pocos años y estaba seguro, ingenuamente, de que el mundo sería un teatrín ­amable y la gente unos prójimos que te saludarían con un dejo de complicidad, entonces vino una rata color ceniza y me mordió el tobillo.
Lo que pasó es que un profesor de literatura había hablado bien de uno de mis exámenes. A mala hora se le ocurrió tal cosa.
Más tarde tuve que presidir –fue una orden dada en la atmósfera semicastrense del “Leoncio Prado”– el llamado “Club de Oratoria”, que era ­una vaina más bien huachafienta. Dos ratas me enseñaron sus dientes asomándose por la trampa del lavabo.
Y cuando alguien cometió el error de nombrarme co-editor del álbum de la promo, un ejército de ratas chillantes entonó un himno a la envidia que me dejó en vela toda una noche.
Alguna vez, cuando empezaba en este oficio de ratas y cascabeles, me nombraron precozmente editor de un suplemento en un diario ya difunto. Una rata apareció colgada de mi arteria carótida y otra –su socia– se había situado ­abajo, con el hocico abierto, esperando la nutritiva gotera.
Más tarde, en “Caretas”, cuando a Zileri se le ocurrió poner a ese recién llegado primero en la lista de redactores y, luego, ascender a ese advenedizo a una jefatura de redacción que parecía demasiado premio para tan pocos meses, una rata condecorada en cien desagües entró a mi oficina y me llenó de insultos bigotudos.
Y ya no hablo de la televisión y de los ­años que pasé –sin ningún éxito, como se ha visto– llamando a los desrratizadores, poniendo suflés de Racumín en los baños y bocados mortales disfrazados de queso Camenbert en ciertas cabinas de audio.
Lo que quiero decir es que esa rata de la envidia ha llegado a ser, de tanto aproximárseme, parte de mi vida, cómica dentadura que amenaza, polizón de mi bolichera y musgo de mis jardines.
Con los años descubrí que no es uno el que provoque a la rata –lo que me extrajo del complejo de culpa–. Porque aunque pongas cara de San Antonio y te hagas la tonsura de los tocados por la gracia y trates de andar por la vida silbando bajito y a la sombra de los aleros, la rata roerá sus ­días vacíos, volverá a darse cuenta de que nada le vale fotografiarse con pinta de Pivot de Los Olivos, averiguará que no te ha ido tan mal, comprobará la inutilidad de sus maldiciones, sabrá que hay quienes te quieren por las veces que dijiste “no” y que en algo estiman lo que escribes y, sobre todo, cómo lo escribes, y, entonces, estallará en un ataque de furia y grititos, espuma y saltos, filamentos húmedos y miradas matadoras, y se vomitará en algún papel, se escupirá en un blog donde dirá que es “Tigre” y “Capricornio” a la vez, se verterá en un comentario que aspira a ser wildeano y sólo llega a ser de Faverón.
¡Ah, cómo me divierten las ratas! ¡Qué aburrimiento me hubiera matado sin su terca mirada roja! Y, a veces, sin embargo, ¡cómo me entristecen! Las imagino en su Sahara personalizado, tratando de encontrar la palabra que se les perdió, la idea que jamás tuvieron ni tendrán, la locura que jamás los quiso, las mujeres o los hombres que aguaitaron y que se fueron casi siempre antes de tiempo. Las imagino (a las ratas, no a las mujeres) sudando y sin cantimplora, caminando en ­círculos y pensando que hasta los espejismos son parte de ese complot que les impide ser lo que imaginan.
Si alguien de tan pocos méritos como el que escribe estas líneas ha conocido las tarascadas de las ratas, ¿se imaginan qué legiones plomizas perseguirán a quienes de verdad valen la pena? ¡Qué océano de ratas tiene que haber atascado, como un sargazo vivo, la nave de César Moro, la chalupa de Sebastián Salazar Bondy, la balsa náufraga de Sérvulo, el nado apenas de Vallejo! Porque sí, es cierto, en el Perú, muchas veces, la envidia ha tenido éxito y ha hecho menos felices de lo que debieron ser a escritores y artistas de ­enorme valor.
La envidia es un mecanismo de defensa, un igualitarismo difamatorio, un modo encubierto de ser parásito. Pero también puede ser una forma de vida y una adicción. Porque si no puedes crear, intentar destruir lo que te mortifica adquiere un vago parentesco con la creación. Y si las feromonas no te alcanzan hasta fin de mes, hablar mal de alguien a quien quisieras en el fondo imitar se vuelve una metadona para la emergencia. En el fondo de toda envidia está el martirio de la impotencia y la crueldad de un narcicismo carente de pretextos.
La envidia es un arte y jamás se improvisa. Los envidiosos se construyen desde muy jóvenes y aprenden a odiar con frialdad y a matar con cierto aire impersonal. Y escarban en su técnica hasta hacerla oficio de artesanos barrocos. Un envidioso siempre da la impresión de no estar interesado en las personas que agrede. “Lo que importa son las ideas”, dice coquetamente. Por supuesto que lo que lo obsesiona son, precisamente, las ideas del personaje que ama-odia y envidia-sueña. Porque detrás del chillido espantoso de la rata late, como una buba, un concepto infectado del amor.
Esquilo hace decir a su Agamenón: “El hombre a quien nadie envidia no puede ser feliz”.
Pues si eso fuera cierto, mi felicidad resulta no diré que excesiva pero sí considerable. Merci.

lunes, 12 de mayo de 2008

Ay, qué Rico

La señora Maite Rico vive extraordinariamente bien y escribe horriblemente mal. La verdad es que a ella le importa poco el asunto del estilo.
La Rico es la típica estrella del nuevo “El País”, un diario que nació para luchar contra los rezagos de una dictadura y que ahora maromea en la difícil cuerda de ser “socialista” de dientes para afuera y de ser aznarista en las entrañas. “El País” fue una península de libertad y talento. Hoy es la nueva bahía de cochinos del bushismo armado y bilingüe.
Maitecita no pierde el tiempo y se contonea para todos los efectos viendo qué gusanera de Miami la ama más, qué fascista del Caribe cotiza mejor sus completos servicios y cuántos son los ceros a la derecha que le propone el cliente que tiene sede en Guantánamo y filial en Abu Ghraib.
Examinemos algunas de sus “hazañas”. Un día, por ejemplo, dizque se cansó de las poses del subcomandante Marcos, el jefe del movimiento zapatista, y entonces escribió un pasquín de éxito universal y traducciones casi simultáneas: “Marcos, la genial impostura”. En ese folletón, tan alabado por el “Washington Times” y casi toda la bazofia impresa que Rupert Murdoch parece inspirar, la señora Rico no tocaba el asunto de la corrupción mexicana, el problema social y agrario de Chiapas, el devastador efecto que las asimetrías comerciales con los Estados Unidos producen en el campo mexicano.
A Maitecita no le interesaba enfocar, desde la legítima insolencia o desde la iconoclastia informada, el problema, realmente existente, de un zapatismo confuso y arrinconado. No. Lo que a ella le interesaba era hacer lo que Televisa hubiese hecho si sus directivos tuviesen más neuronas que cocaína en el cerebro: convertir a Marcos en un payaso, un imbécil de capirote y baba, un impostor más repudiable que el jefe de la policía chihuahense. ¡Grandes aplausos y enormes talegas con monedas recibió por el empeño! “El Diario de las Américas”, que es como decir las cuevas de Altamira de la Pequeña Habana, elevó el libro a la categoría de “imprescindible para entender algunas de las mayores farsas de la historia contemporánea”.
Otro día Maitecita estaba aburrida de escribir las idioteces que suele escribir para “El País” y, entonces, ¡zas!, fue asaeteada por su próximo márquetin: descubrir quién mató no a Palomino Molero, que eso ya lo había descubierto Vargas Llosa, sino al obispo guatemalteco Juan Gerardi, pieza clave de los derechos humanos en la Guatemala donde operaron las Fuerzas Armadas más brutales de Centroamérica (incluyendo a El Salvador).
Pues bien, a Ciudad de Guatemala se fue la señora Rico, acompañada, como suele suceder, por su negro literario Bertrand de la Grange, que alguna vez fue corresponsal de “Le Monde” en México y que firma al alimón los volúmenes que han hecho rica a la infradicha. Y en Ciudad de Guatemala husmeó, olisqueó, penetró, y recibió.
Un libro de Francisco Goldman sobre el asesinato del obispo Gerardi afirma abiertamente que la Rico y La Grange recibieron plata del mismísimo Álvaro Arzú, interesadísimo en que todo quedara en el misterio y en que los milicos fuesen limpiados todo lo que se pudiese de un crimen que, casi por derecho, les pertenecía.
Por supuesto que la Rico ha dicho que Arzú no les pagó y que a ella sólo le pagan (“y bien”) sus editores. “Porque somos serios, venimos de diarios con reputación y jugamos en las grandes ligas”, añade respondiendo a Goldman.
Bueno, en las grandes ligas también hay maletines y mafias como la de la Juventus. Pero aun creyéndole, lo cierto es que el libro del dúo Rico-La Grange “¿Quién mató al obispo?” sirvió a los propósitos de Arzú y los suyos. Desde las primeras páginas, las bragas amables de la señora Rico quedan al descubierto y el objetivo del libro también: el juicio que condenó a varios militares fue una farsa, la investigación fue una chapuza, la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado jugó un papel nefasto encubriendo datos importantes y, al final, nada queda resuelto, todo es un expediente inconcluso, los verdaderos culpables quizás caminen por las calles. ¡Misión cumplida! De tanta confusión alentada y tanta sombra fabricada con máquinas de humo uno se pregunta, al terminar el libro, si en realidad hubo alguna vez un obispo Gerardi asesinado salvajemente una mañana en Ciudad de Guatemala.
Maitecita, que es amigota –cómo no– de Enrique Krauze (o sea el Octavio Paz del PAN) y aduladora persiguiente de Mario Vargas Llosa no puede estar quieta. Así es que pasó del cráneo destrozado del obispo Gerardi a los huesos del Che, hallados después de muchos años en las cercanías de La Paz. Y como ella no podía dejar de ser la diva del entierro, el centro de la galaxia y el ombligo de la bailarina ventral que de verdad quisiera ser, pontificó: “¡Esto es una farsa! Esos no son los huesos del Che. Los huesos del Che continúan siendo un misterio!” ¡Y lo dijo basándose en el hecho de que las dos autopsias fraguadas no coincidían!
Y se mandó con un artículo que parecía la necropsia de su propio periodismo necrófilo y aullador. Pero armó el escándalo que quería, le respondieron quienes ella había imaginado que le iban a responder y le dieron importancia en La Habana y Venezuela. Si la CIA hubiese concebido un plan para matar al Che (cosa que hizo), para difamarlo en ausencia (cosa que ha venido haciendo), y para perseguir hasta la existencia misma de su esqueleto combatiente no habría hallado mejor libretista que esta escritora favorita de los Estados Unidos.
Ahora Maite Rico dice que ha tenido acceso a la computadora de Raúl Reyes, la que sobrevivió intacta y sin una sola chamuscada a una tonelada de bombas y a miles de impactos de metralla aérea. Y también dice que esa computadora apunta con un dedito uribista y de lo más oportuno a la Coordinadora Continental Bolivariana –convertida, según el dedito, en el brazo político continental de las FARC–, a Hugo Chávez como el financiador de 300 millones de dólares gastados en la subversión regional y a Quito como centro de operaciones en “la expansión política de la guerrilla colombiana”. Antes, la Rico ya había publicado, en “El País” convertido en sentina de la OTAN, “que un traficante internacional de nacionalidad ecuatoriana provee de armamento a las FARC”. Claro, no se puede descuidar al tal Correa, ¿verdad Maite?
La computadora del difunto Reyes dice todo lo que Washington quiere oír. Y Maitecita repite, como siempre, lo que excita a Cheney y hace salivar a Rice. Eso es pura coincidencia. Maite es una periodista de investigación que el Pentágono quisiera tener en su plantilla. Es como la Chichi pero alfabeta, a lo grande y con éxito.

sábado, 10 de mayo de 2008

Gorilas en la niebla

Es curiosa la celebración de la violencia y la adulación de la estupidez. Se celebra, por ejemplo, el predominio de la fuerza sobre la razón en el caso de los sesenta años de Israel y se adula la estupidez norteamericana aupada en la dirección general del planeta.
Muy pocos hablan del holocausto palestino, del terrorismo de Irgun, de las palabras que Mahatma Ghandi dedicó a condenar el despojo que sufrieron los árabes que, mayoritariamente, poblaban la Palestina bajo dominio turco hasta la primera guerra mundial. Y menos son todavía los que se atreven a recordar la veintena de resoluciones de la ONU que Israel ha lanzado al tacho de la basura o de la cincuentena de armas atómicas que podría arrojar sobre sus enemigos en el momento que obtuviese la siempre ávida aprobación de los Estados Unidos.
Y así como la fiereza de Israel es celebrada por el sionismo internacional y sus fanáticos a sueldo, del mismo modo la Europa que inventó la razón moderna y el humanismo como sustituto de la religión se pliega al mundo monocromático que Estados Unidos nos ha propuesto como escenario y encierro.
Quién hubiera dicho, en mayo de 1968, que cuarenta años más tarde un palurdo evasor fiscal como Berlusconi gobernaría por cuarta vez la Italia que inventó el Renacimiento y creó la mirada con la que seguimos mirando los objetos del arte y lo que queda de bello de las ciudades. Quién hubiese imaginado por esos mismos años que un señor llamado Nicolás Sarkozy se sentaría, con toda su vulgaridad a cuestas, en el mismo sillón que alguna vez ocuparan Blum o De Gaulle, y miraría pasar el cadáver del socialismo francés mitad Lionel Jospin y mitad Ségoléne Royal.
Y quién hubiese dicho, en la época en que Haya de la Torre leía el periódico del Labour Party inglés, que el laborismo británico terminaría en la sonrisa smithsoniana de Tony Blair y en la sencilla nada intelectual de su chofer, el señor Gordon Brown. O que aquel partido que Pablo Iglesias construyó para la contestación vararía en alguna playa de Mallorca con la cara de Felipe González y el programa de Carlos Solchaga.
Pero así ha sido. Europa se ha ido difuminando como entidad cultural e intérprete del mundo. Y su norteamericanización –si es que tal término resulta aceptable– no sólo ha masacrado sus inteligencias, empobrecido su prensa, diezmado sus universidades, sino que la ha convertido, en muchos sentidos, en comparsa política de la locura imperial de los Estados Unidos.
Estados Unidos quiere hacerle creer a los incautos que su apelación a la fuerza proviene del 11 de septiembre. Lo que parece más cierto es que el 11 de septiembre fue la horrorosa respuesta al horror cincuentenario que Estados ­Unidos había esparcido en el mundo que creyó suyo –sobre todo ese Medio Oriente que es la madre de todos los errores de la política exterior de Wa­shington–.
Lo que ha sucedido con la democracia norteamericana, además, es que ha dejado de ser bipartidista –lo que ya era una manera raquítica de entender la democracia–. Basta escuchar a los tres candidatos vigentes para comprender que hoy Estados Unidos es un ejército en pie de guerra, una clase política que cree que el patriotismo consiste en sacrificar la democracia y unas corporaciones pletóricas de rufianes que tienen el encargo de reconstruir –con grandes sobreprecios– lo que la soldadesca imperial destruye preferiblemente desde el aire.
Desde los tiempos de Arbenz y Trujillo, de Mogadesh y Somoza, el mundo no padecía tan simiesca exhibición de fuerza. Y con China empeñada en ser la potencia del siglo XXI, Rusia lamiendo sus heridas y Europa barrida por un Katrina de derechas que ha hecho del mariscal Petain casi un profeta, Estados Unidos impone su agenda de guerras, amenazas y devastación ambiental en nombre de la economía globalizada (para ellos) y reprimarizada (para nosotros).
Estoy seguro de que en algunas partes del mundo hay ­equipos de científicos fascinados con este momento de la humanidad. Les debe parecer extraordinario que esta especie humana que prometía tanto se haya rendido, por fin, ante el gran adversario: la parte primitiva del mamífero cerebro que nunca dejó de poseer, la parte primordial del cerebro que esperó su oportunidad (que toleró a regañadientes el pensamiento abstracto, la filosofía, el arte) y que, con el rostro de Bush, hoy nos encara su éxito y se golpea el pecho.
Hace poco, Noam Chomsky recordó de pasada al gran biólogo alemán Ernst Mayr, muerto en el 2005 a los cien años de edad. Pues bien, Mayr, considerado el Darwin del siglo XX y el evolucionista más grande de las últimas décadas, tenía una reflexión a la mano cada vez que le preguntaban si creía en la posibilidad de vida extraterrestre.
Decía que no creía en esa posibilidad porque la vida se ­originó en la Tierra hace unos 3,800 millones de años, la estirpe simiesca de donde vino el hombre nació unos seis o siete millones de años y la inteligencia humana tiene apenas menos de trescientos mil años. Por lo tanto, añadía, las posibilidades estadísticas de que tal curso de procesos se repitiera en otros lugares del universo eran remotas. Pero Mayr agregaba a este discurso que proponía la soledad cósmica, un escalofrío que tiene que ver mucho con el mundo que hemos creado y padecemos: la inteligencia superior –reflexionaba– bien puede ser un error supremo de la evolución. Y lo que le hacía decir ­eso era lo que el hombre era capaz de hacer, en materia ambiental, con el planeta que lo había acogido y adoptado. La imagen de un simio alfa con un detonador atómico en una de sus garras puede ser la más pertinente para entender a Mayr y al mundo actual.

viernes, 9 de mayo de 2008

San Marcos pierde terreno

Como todo está en venta y todo “se pone en valor”, entonces va el rector de San Marcos –un ­anónimo labrado a lo largo de muchos años de impecable mediocridad– y le vende 28,000 metros cuadrados de universidad al jefe de la banda del SAT, que son esos que te asaltan con su robótica armada en Matusita, y un día, claro, los estudiantes se encuentran con agrimensores que pesan jardines y hombres con teodolitos que calculan los próximos cementos y volquetes que cargan arena y la evacúan en deposiciones de chirrido y tolva.
Entonces los estudiantes arman la bronca y el jefe de la banda del SAT, que también es el alcalde de Lima en sus ratos libres, ya no contesta el teléfono, igual que el rector que hizo el raro negocio, y en eso es que llega la policía (que embarra el general Salazar y despilfarra Luis Alva Castro, que es nuestro Javier Bardem haciendo de ministro del Interior de Macondo).
Y se arma la gorda, se vuelve a la edad de piedra, y hay policías contusos, estudiantes apaleados y dirigentes estudiantiles cazados en plena actividad y en pleno claustro, que en estos días apristas se respeta tanto como Martin Rivas respetaba el claustro de La Cantuta.
¿Pero por qué marrana idea un rector sanmarquino vende 28,000 metros cuadrados de un bien que no le pertenece? ¿Por qué el jefe de la banda del SAT, y alcalde cuando no está aceitando a sus “Arturitos” que ponen papeletas, incita ese comercio?
Muy sencillo: porque todo está en venta y hay que estar a la moda. Fenicia ha regresado y su flota ha anclado en el Callao. Y si entras a un bazar de esos que propone el Apra berlusconiada, lo primero que te ofrecen es una encuesta de la Universidad de Lima, con loreada de Benavente como yapa.
Se vende la selva con pájaros y lluvia, se vende el periodista hablando en oro, el puerto de Paita con su luna famosa, el muelle norte a plazos, y al contado los Wong que se vendían, a precio de remate el recurso de amparo, se vende la neblina de Huancabamba, a los chinos les vendemos las décadas que vienen, a los norteamericanos les vendemos nuestra partida de defunción como país-nación, al Vaticano la Caverna le vende la franquicia del miedo, la reventa se vende, se vende PPK que ya no debería andar de señora ofrecida (por las várices), los aires de los edificios se venden a Nextel, se vende la carretera que está por hacerse, se vende lo que Romero quiera, lo que los Wiese falsearon en Azángaro lo compró Toledo (que compraba sus diablos azules en Palacio), los denuestos se compran en la tele, Althaus vende somníferos hablados (un día podría morir de una sobredosis de sí mismo), los chilenos se han comprado seis Tarapacás, ocho Aricas y cuatro Antofagastas con su Evo incluido, el orgullo está con un letrero de alquiler-venta, el fujimorismo vende cadáveres que Raffo ha mejorado a imagen y semejanza, se vende padres viejos por la herencia, las sinagogas ya fueron compradas, Jauja ha vuelto pero para revenderse, la Segunda Guerra del Pacífico ya se vendió antes de perderse, el cielo es un milhojas que Rodríguez Larraín ya se tragó, “El Comercio” se ha comprado a sí mismo, el ­Apra vende el menaje de Haya, los comunistas se han privatizado, Tula Rodríguez se ha tercerizado, las oscuras golondrinas han visto vendidos sus balcones, García vendió a pagar en dos partes su memoria, Garrido Lecca se vende en 3D y hasta el mismo acto de vender ya es una venta (que lo diga Salmón con su “Peru Now”, que es como gritar que ahora o nunca salimos de la mercadería).
Eso es “poner en valor”, que es como los huachafos llaman al sencillo acto de vender. Y yo digo, humildemente, que “hay que poner en valor” a la Caverna y rematarla en las páginas de “Relax” de ese diario que es tan servicial que hasta sirve a las putas cuando ellas pagan (lo que es una prostitución a la inversa, como las subastas de Alva Castro). Porque si el Perú es un viejo almacén, como en el tango, y el perro del hortelano ya no es un obstáculo, ¿qué esperamos para limpiar el trastero? Pongamos “en valor” el Congreso y se lo colocamos a precio de ganga a alguna laguna de oxidación privatizada. Pongamos “en valor” el miedo, la hipocresía, la codicia, la insolidaridad, el racismo y otra vez el miedo y de nuevo el racismo y les juro que nos convertimos en potencia mundial.

jueves, 8 de mayo de 2008

Tolerancia Cero (a la izquierda)

Ómnibus donde viaja la Parca sonriente, segura de su cosecha funeraria, de negro y sonriendo al costado del copiloto que empieza a pestañear, delante de los pasajeros aturdidos por el estremecimiento de las pistas y la bellaquería de las curvas diseñadas por ingenieros que juraron (estoy casi seguro) nunca desafiarlas –que para eso está la cholería audaz y omniabusada–.
Todos dormitan en ese vagón del tren de las desgracias, empezando por el copiloto, que ya tiene jornada y media en la cabeza. Da tumbos el ómnibus-camión y, de pronto, a eso de las dos de la madrugada, el primer pestañeo del chofer (o su última temeridad, no importa), la peor angostura del camino que se enrosca entre precipicios medianos y pequeños, y en plena noche, entonces, el abismo: ciento veinte metros del último rodaje, alaridos inútiles, Plan Tolerancia 32 (muertos), señora Verónica Zavala: muchas gracias, firmado la Parca sonriente.
Esta vez la empresa se llama San Juan de Yauyos y tiene seis unidades. La mitad de su flota sería de buses montados sobre chasises de camión. Y muchos de sus asientos carecerían de cinturón de seguridad. Pero esta vez, a pesar de esos datos, la empresa no parece la mayor responsable.
La carretera Cañete-Yauyos pertenece a estándares medianamente internacionales hasta llegar a Lunahuaná. Lo demás es riesgo puro. Y esto que está “concesionada”, es decir privatizada. Pero como dijo el alcalde de Yauyos, Diómedes Inga, la zona donde ocurrió la tragedia –Cerro Loro, kilómetro 130– es particularmente peligrosa porque la empresa que explota el camino –la que te cobra siete soles con cincuenta céntimos en el peaje de Lunahuaná– ha angostado el orillado mientras realiza, a paso de tortuga, unas obras de supuesto mejoramiento. Esto quiere decir que una carretera ya de por sí estrecha y potencialmente homicida por tratarse de una vía de ida y vuelta, tiene ahora tramos donde es imposible el paso simultáneo de dos vehículos que vayan en sentido contrario.
Una persona que hace poco padeció la aventura de pasar por allí escribió el siguiente comentario en la página virtual de RPP: “Los piedrones que han caído en el ripiado lo han hecho más angosto. ­Igualmente las constructoras del proyecto El Platanal no piensan sino en ellas mismas. A veces se encuentran de frente el ómnibus de San Juan con una 4x4 del Platanal y el ómnibus no puede retroceder porque está el precipicio. Es horrible. Las personas están con el corazón en la mano. Yo estuve el 29 de abril para ir a Canchán y de allí subir a la iglesia de la Ascensión del Señor de Cachuy y todo es muy peligroso. El Ministerio de Transportes tiene que intervenir”.
En noviembre del 2006 entró en vigencia el Plan Tolerancia Cero. Lo cierto es que en los últimos años los accidentes carreteros han subido un 67%, los muertos un 15% y los heridos un 36%. No es el costo de vida: es el costo de muerte que el Perú paga porque el Ministerio de Transportes no pone ni siquiera el número de inspectores necesario en las garitas más importantes de la red vial, tal como lo comprobó la Defensoría del Pueblo en febrero pasado.
No sólo eso: las revisiones de las garitas son una farsa, se permite toda clase de infracciones y los funcionarios del MTC no tienen ni alcoholímetros a la mano. La Tolerancia es Cero pero a la izquierda.
Morir en el Perú también tiene connotaciones de clase. El transporte masivo se descuida tanto como la educación pública o como la asistencia estatal en salud. El asfalto se ancha hasta medidas europeas en la costa playera, se abrevia mientras más se ­aleja de Lima, desaparece en muchos caminos que conducen a la pobreza rural. Para ­esos peruanos que no participan de la fiesta del espárrago, del sarao de la alcachofa o del legítimo festival del turismo, el ripio está bien, la polvareda les corresponde, el abismo como que puede estar en su camino.
En la jungla del capitalismo salvaje, la muerte tiene muy claros sus nichos de mercado.
Posdata: ambientalista y urgente.– La empresa argentina Pluspetrol no está contenta con calumniar a los comuneros de Andoas, montar reportajes para Canal N y Canal 4 pintando a quienes se oponen a sus miasmas como subversivos. No, eso no le basta. Ahora ha contaminado con seis mil litros de gasóleo las proximidades de la bahía de Paracas, residencia de una fauna que especialistas del mundo vienen a ver con asombro. Dando instrucciones equívocas al barco norteamericano Cape Knox, los responsables de Pluspetrol hicieron que la nave carguera golpeara con una roca en el puerto de Pisco y dejara escapar por la vía abierta parte del combustible que contenían sus bodegas. La marea negra, de ­unos 600 metros cuadrados, se estaba desplazando, impulsada por las corrientes, hacia el centro de la reserva de Paracas, a unos 38 kilómetros del lugar del incidente portuario.
¿Para impunidades como ésta es que el gobierno del doctor García quiere un Ministerio del Medio Ambiente controlado por los grandes intereses extractivos? ¿Es que los perros del hortelano también son ambientalistas y el doctor García desea envenenarlos? ¿Con un bocado de crudo?