martes, 7 de julio de 2009

El cielo como castigo

A Robert McNamara, graduado en matemáticas, economía y filosofía por la universidad de Berkeley, le parecía fascinar el efecto que sobre el ánimo de las poblaciones civiles podía causar un bombardeo aéreo.
Cuando colaboró con el general Curtis LeMay, durante el último tramo de la segunda guerra mundial, se dedicó a la estadística de los vuelos aliados y descubrió que un 20% de los pilotos dejaban indemnes sus objetivos militares por no exponerse a las baterías antiaéreas que los protegían.
De modo que McNamara ajustó tuercas y tornillos y los resultados mejoraron considerablemente, aunque no tanto como él esperaba. Su fama de hombre brillante e implacable, con cuadros estadísticos siempre a la mano, empezó en esos años.
Distintos y mucho más exitosos eran los bombardeos multitudinarios, indiscriminados y anchurosos en los que McNamara tuvo alguna participación como asesor de LeMay.
Tras las enseñanzas de Dresde (35,000 civiles muertos) y Hamburgo (40,000), McNamara contribuyó con su talento de planificador a diseñar lo que sería el bombardeo ciudadano más esplendoroso que general alguno hubiese podido concebir.
Ese bombardeo fue el de Tokio y se realizó en una sola noche y madrugada: la del 9 al 10 de marzo de 1945. Trescientos treinta y cuatro bombarderos B-29 de la aviación estadounidense partieron de su base en las islas Marianas y arrojaron sobre Tokio un infierno bíblico de metralla y fósforo expansivo.
Cien mil fueron los muertos, el 95 por ciento de ellos civiles.
La orden de LeMay y de su equipo fue aquella noche la misma que se daba tratándose de ciudades japonesas: volar lo más bajo posible para evitar que los vientos del Pacífico desviaran las bombas. El bombardeo de Tokio redujo Gernika a ensayo diminuto y preparó al gobierno de Truman para el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki, decisión que contó, desde luego, con la entusiasta aprobación de Curtis LeMay.
Esa experiencia en el arte sombrío de desaparecer ciudades con sus habitantes incluidos, fue muy valiosa a la hora en que Robert McNamara, luego de presidir Ford Motors, encaró el desafío de Vietnam.
Convencido de que Hanoi era Tokio y Ho Chi Minh era Tojo, McNamara, secretario de Defensa nombrado por John Kennedy en 1961, planteó que esa guerra sin ideales también se decidiría desde el aire. Y aunque el napalm era el mismo, los B-52 eran auténticas maravillas porque podían llevar 32,000 kilos de bombas en cada incursión. Y además ahora había visores nocturnos, bombas guiadas y todo lo que la naciente tecnología de la informática podía darle a la industria de la guerra.
De modo que McNamara, alentado por el presidente Lyndon Johnson, concibió, diseñó y operó la escalada de la guerra de Vietnam. Estudioso y detallista, fijó 57 blancos estratégicos situados en Vietnam del Norte –la mitad de ellos con población civil “colateral”- y los bombardeó metódicamente. Los cientos de blancos situados en territorio de Vietnam del Sur estaban fuera de la jurisdicción de McNamara y podían ser bombardeados a discreción por el general Westmoreland y sus jefes de línea.
Hay que recordar que Estados Unidos jamás le declaró la guerra a Vietnam y que fue McNamara el hombre que, en 1964, aprobó la conspiración de Tonkín, una mentira que consistió en hacerle creer a los estadounidenses que dos de sus destructores –el Maddox y el Turner Joy- habían sido atacados por torpederas norvietnamitas.
De resultas de este invento, el Congreso de los Estados Unidos dictó la llamada “Resolución del Golfo de Tonkín”, que autorizó a Johnson (y a McNamara) a proceder militarmente en contra de los vietnamitas.
Pero regresemos al tema principal, que era esa extraña capacidad de McNamara de imaginar el cielo punitivo, el diluvio infernal de la metralla. Cuando el fracaso de sus bombardeos se hizo evidente y cuando hasta su hijo, que estudiaba en Stanford, marchaba en contra de la guerra, McNamara renunció a su cargo y no fue a ningún Nuremberg sino que fue premiado con la presidencia del Banco Mundial.
Era febrero de 1968 y para entonces ya se había lanzado sobre Vietnam diez (10) millones de toneladas de bombas y 55,000 toneladas del llamado agente naranja, un defoliante que mató el 20 por ciento de los bosques de Vietnam del Norte e hizo inapto para la agricultura el 32 por ciento del territorio contiguo a la frontera entre ambos Vietnam.
Tuvieron que pasar un millón y medio de norvietnamitas muertos, 56,370 soldados estadounidenses abatidos, 18 millones de desplazados, 184,000 survietnamitas caídos en combate para que Estados Unidos empezara a aceptar su primera derrota del siglo XX.
Y todo eso se lo debemos a Robert McNamara, un hombre de muchas luces que en la Florencia de los Médicis hubiera sido amigo de Maquiavelo, pero que en los tiempos de Lyndon Johnson y del brutal imperialismo yanqui tuvo que resignarse a ser jefe del Pentágono y a planear uno de los más abultados crímenes de guerra de la historia. Que no descanse en paz.

4 comentarios:

LuchinG dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Salvador Núñez dijo...

Bravo, delicioso escrito para no olvidar de los que ahora hablan de los "derechos humanos"
¿No habrán querido decir "humanos derechos" por eso del rigor mortis?

carlos dijo...

jajaja que buen chiste H666

Erika dijo...

Increíble como la historia solo se nos es enseñada en parte, la patriota América se levanto en contra de un país lleno de gente inocente, probaron sus mejores armas de la época, la industria de la guerra nuevamente puso la economía Estadounidense en la cima, pero a un costo para el mundo demasiado alto. Como quisiera que todos recordaran estos pasajes de la historia antes de juzgar entre quien es el "bueno" y "el malo" de la película, después de todo, nos han enseñado desde pequeños que los "superheroes" siempre visten los colores de la bandera de los EE.UU. La historia se enseña, pero también debemos aprender a juzgar y a discernir.