El problema de la prensa es el que mencionaba Borges con aquella devastadora frase: “los periodistas deben fingir que todos los días sucede algo importante”.
En perspectivas astronómicas, y peor aun siderales, el hombre es, como se sabe, un pequeño asco aferrado a una roca que da vueltas alrededor de una estrella que se habrá de morir.
Basta observar las estrellas una noche clara para llegar a la conclusión de que todo lo que le pase a esta inmensa manada de mamíferos crueles es bastante menos que la nada, mucho menos que la insignificancia y bastante menos que el brillo de una estrella que titile apenas a diez millones de años luz.
Pero si la historia de esta especie de grafómanos narcisistas es como la viruta de lo inexistente, pensemos qué puede significar la historia de un país, de una aldea, de una familia y –más escalofriantemente- de un hombre. Si la vacuidad tuviera gradaciones, la historia de un individuo no podría aparecer ni en la más prolija de las mediciones.
Ahora bien, la prensa, desde un sentido filosófico, alimenta el romanticismo de nuestra pretendida trascendencia, sostiene la utopía de una cotidianidad que, alineada más tarde, se convertirá en “historia” y contribuye a la locura de imaginar que la humanidad es inmortal. Como si la palabra inmortal fuera antídoto suficiente para nuestra banalidad.
De otra manera no se puede uno explicar el entusiasmo del periodismo por hacer una antología diaria de la estupidez humana y proponer ese menú como contribución a la posteridad.
Fingimos que damos cuenta de lo importante cuando lo que hacemos, en realidad, es cavar más profundo el hoyo donde el avestruz meterá la cabeza.
A mí me fascina acudir a escalas cósmicas y a cálculos aplastantes sobre galaxias distantes y estrellas binarias que tardan millones de años en devorarse y ser una, y luego, de inmediato, aterrizar en una primera plana de cualquier periódico.
Es una experiencia alucinante comprobar la ridiculez humana sobre el fondo escenográfico del universo y sus océanos gaseosos de materia oscura.
Guerras apasionadamente criminales, odios míseros, sentimientos de superioridad basados en supersticiones religiosas, dioses invocados para matar niños, ladrones que presiden países, homicidios surtidos: un nanosegundo de alguna estrella del billón de estrellas que tiene la galaxia de Andrómeda resultaría mucho más importante que todo aquello que la Enciclopedia Británica ha compilado y exhibe, hinchadamente, como historia de la humanidad.
Porque, al final, nadie recordará a nadie y nadie merecerá ser recordado. La última vez que tuvimos la oportunidad de darnos cuenta de nuestra condición fue con Nietzsche y su utopía sobrehumana. Después de él, a nadie se le ha ocurrido pensar en serio respecto de “la condición humana” como condena.
Les recomiendo amablemente hacer esta prueba: escuchen al doctor García hablar desde su vientre, al señor Velásquez Quesquén desde su harapo, al humorista en planilla desde su sobre, y luego piensen esto: la Galaxia de Andrómeda se acerca a la Vía Láctea a un promedio de 140 kilómetros por segundo y, en un periodo que oscilaría entre tres y cinco mil millones de años, tenderá a chocar con ella.
En ese momento, la porción del universo en la que nunca nos cansaremos de matarnos será un big bang de hierro triturado y atmósfera desvanecida. La humana inmortalidad habrá llegado a su fin.
miércoles, 15 de julio de 2009
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2 comentarios:
JAJAJAJAJA!!!!
Yo creo que no hay que ser tan pesimistas, creernos que somos una mínima porción del universo es no creerse que somos la máxima expresión de nuestro creador, por algo tenemos dominio en la Tierra ante todo ser que habita en ella (aunque a veces tambaleamos con los únicos seres que nos ponen de "rodillas", como son los virus), la vida es tan maravillosa que hay que vivirla lo mejor que se puede.
Saludos
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