El escritor mexicano Gabriel Zaid se ha sumergido en el mundo de la diatriba para escoger algunas flores de esos barros gloriosos.
Se trata, por supuesto, de flores carnívoras. Pero lo que comen estos engendros no es carne sino reputaciones, honras, narcisismos.
Como dice Zaid, algunas de estas flores del mal dicen más de quienes las profieren que lo que pueden decir de sus presuntas víctimas. Y es que muchas de ellas son auténticas deposiciones de la envidia y el malestar por la notoriedad ajena.
Zaid se remonta a Catulo, quien fue el autor de esta frase genial:
“Lo que recitas en tu plagio es mío, Fidentino. Pero lo dices tan mal que hasta parece tuyo”.
¿Lapidario? No tanto como este dardo impregnado de moralina lanzado por Thomas Macaulay, el mediocre poeta e historiador inglés:
“El sistema ético de Byron se reduce a estos dos mandamientos: Odia a tu prójimo y ama a su mujer”.
Y tenía razón. Pero eso no expulsa a Byron del paraíso de la poesía ni sitúa al primer barón de Macaulay en ningún parnaso. Porque, como se sabe, hasta la envidia tiene serias limitaciones.
Ahora bien, no hay nada más feroz que la ironía. Por eso es que, en la colección de Zaid, las agujas más punzantes son las que vienen del humor. He aquí un ejemplo:
“De haber estado en la creación del mundo, Emerson hubiera hecho sugerencias valiosas”. La frase es de Herman Melville y debe haberle brotado en los más amargos momentos de su fracaso como escritor. Porque Melville, como muchos otros, fue valorado sólo de manera póstuma.
Chesterton, que fue todo un profesional del humor (y muchas veces del malhumor), construyó esta lápida textual en torno al poeta inglés Alfred Tennyson: “Tennyson tenía un estilo tan elevado que sus ideas no llegaban hasta allí”.
Para arsénicos verbales, el Reino Unido. Y para canibalismo fratricida, los ingleses. Samuel Coleridge dijo del historiador Edward Gibbon algo horrible: “El estilo de Gibbon es detestable, pero no es lo peor de él”.
El estrepitoso Mark Twain era más áspero: “Si me pagaran, leería la prosa de Edgar Allan Poe, que es ilegible. Pero ni pagado leería la de Jane Austin”.
De una perversidad sin límites resulta esta casi sentencia de Wilde: “Henry James escribe novelas como si fuera un deber desagradable”.
Famosos son los celos en el escenario de la música. El gran Satie dijo del opaco Ravel lo siguiente: “Ravel rechaza la Legión de Honor, pero toda su música la acepta”.
La muy sobreestimada Virginia Woolf se atrevió a construir uno de los juicios más estúpidos de la literatura:
“El Ulises de Joyce es difuso, mañoso, pretencioso, pasado de sal y literariamente (no sólo socialmente) maleducado”.
Y Mary McCarthy no se resistió a ser cruel con Lillian Hellman, la escritora estadounidense que vivió muchos años con Dashiell Hammett: “Cada palabra de lo que escribe Lillian Hellman es mentira, incluso and y the”.
Y qué rabia impotente habrá experimentado Juan Ramón Jiménez cuando escupió esto: “Neruda es un gran mal poeta”.
Ni Jorge Luis Borges se pudo librar del comején de los celos: “Cien años de soledad está bien, pero le sobran veinte o treinta...”
Y Kerouac no dejó de ser, con su torrente callejero, la obsesión maligna de Truman Capote: “Kerouac no escribía: mecanografiaba”.
En fin, que para insultar con clase hay que tenerla.
sábado, 25 de julio de 2009
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