miércoles, 30 de julio de 2008

La reforma del alma

La reforma del alma, tocada por el mensaje presidencial, es probablemente un imperativo ciudadano. Y debería empezar por las autoridades que fueron elegidas prometiendo una cosa para luego, una vez en el poder, hacer otra.
Y esto, ¿por qué? Porque en la teoría platónica la mayor función del alma es la cognitiva, empezando por la búsqueda de la verdad. De lo que se deduce que quien miente con placer y beligerancia debe tener el alma estropeada.
Ahora bien, reformar el alma de un mentiroso crónico requiere de varias operaciones invasivas.
En la primera, a corazón abierto, el equipo de correctores tendrá que encontrar el tejido de nervios de acero que permite mentir sin vergüenza, prometer sin convicción y reirse luego de los ingenuos caídos en la trampa. Desmontado ese tejido metálico que tiene la ligereza y temple del titanio, la siguiente operación intentará reemplazar la estopa que ha llenado el corazón del mentiroso por sangre viva y corriente.
Y una vez dado este muy cruento paso, la tercera fase en la rehumanización de un farsante feliz consiste en la búsqueda del alma propiamente dicha.
El alma ha sido, como se sabe, un tema espinoso hasta para la sabiduría cristiana, que ni siquiera en el Medioevo pudo definir qué parte del alma era corpórea y qué otra insubstancial.
Pero partiendo de los presocráticos y continuando otra vez en Platón, está claro que para el mundo antiguo el alma era el “pneuma”, el aliento vital que recorría la sangre arterial limpiada por el corazón, el soplo de espíritu que terminaba con el último suspiro de la muerte.
Muchos años después, Descartes, en “Las pasiones del alma” (1649), establecería que la jamás hallada conexión entre el alma y el cuerpo es la glándula pineal. Sería arduamente refutado por la ciencia de los siglos siguientes –sobre todo cuando se descubrió que esa glándula lo que segregaba era melatonina, la hormona del reloj biológico- pero, en todo caso, fue él quien se atrevió a señalar la residencia de lo que en latín se llamó ánima y en griego psiché, eso que ahora el doctor García quisiera reformar.
Dicen los apologistas y hagiógrafos del doctor García –o sea todos los apristas alfabetos- que alguna vez la dicha reforma del alma fue encargada al doctor Agustín Mantilla, especialista en operaciones encubiertas. Y dicen también que, en efecto, el doctor Mantilla se entregó a la tarea en sujetos vivos y con tratamiento ambulatorio. El resultado parece ser que decepcionó al doctor García, quien habría alegado que una cosa era sacar el alma y otra reformarla.
Stalin, el padrecito, sostuvo alguna vez que los escritores eran ingenieros del alma. Como se sabe, para el constructor de los más grandes campos de concentración de la Siberia moderna el alma era un mural donde había que pegar las estampillas del realismo socialista y la ingeniería del alma consistía en lograr que la unanimidad fuese moco de pavo frente a lo que él se proponía hacer y logró hacer después de asesinar a todos sus rivales.
De modo que hay que tener cuidado con la reforma del alma que inquieta ahora al doctor García. Mi esperanza es que se trate de otra de sus mentiras.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

El mensaje del presidente Alan García nos ha parecido repetitivo y monótono. Pobre en anuncios, pero abundante en palabras y en cifras (que tendrían que verificarse). Temas básicos para el fortalecimiento de la democracia en el país fueron omitidos. Hace tiempo que el discurso de García ha dejado la retórica antiimperialista y ha abrazado el vocabulario y la impronta conservadora: neoliberal en economía, antiliberal en política. Uno de los tantos signos de esta nueva prédica podemos reconocerlo claramente en su entusiasta alegato a favor de una necesaria “reforma del alma” en cada uno de los peruanos. Quisiera compartir mis opiniones personales sobre este tema.

Sorprende esta invocación existencial, a la luz del record del primer gobierno de García en el tema de la ética pública: copamiento del Estado, problemas de corrupción de funcionarios, etc. De todos modos, García ha asumido desde la campaña electoral del 2006 el discurso de un individuo redimido, por lo menos en lo ideológico. Si no fuera por sus continuas alusiones al catolicismo de tipo tradicionalista que hoy dice profesar, uno podría detectar en sus intervenciones públicas la típica retórica del Nacido Dos Veces habitual en algunos sectores políticos del protestantismo norteamericano (piénsese en el propio George W. Bush). Pero no, toda ese talante antiliberal acerca de la primacía de los deberes sobre los derechos viene desde otra orilla religiosa (podemos adivinar su fuente de inspiración, por lo menos en el gabinete).

¿Tiene esa prédica moralizante un origen religioso? Difícil precisarlo. No obstante, el Presidente sabe de sobra que el Perú es un país habitado por creyentes de diversas religiones (y por no creyentes también). Él mismo ha tenido el gesto – en anteriores oportunidades – de asistir al llamado “Te Deum Evangélico”, como una muestra de, digamos, “vocación ecuménica” (¿o quizá será una muestra más de “populismo”? No lo sabemos). El caso es que, siendo el Perú un Estado Laico y una sociedad multiconfesional, el Presidente no puede incorporar explícitamente un contenido particular religioso en un discurso político programático. Gobierna para todos los peruanos, y no sólo para quienes suscriben sus convicciones religiosas personales. Eso también lo sabemos quienes somos creyentes en el ámbito religioso, pero apreciamos el pluralismo y la democracia.

No sé hasta dónde llegue la cultura clásica, de Alan García, pero la expresión “reforma del alma” tiene una connotación estrictamente moral, proveniente de la filosofía de los griegos (puede ser que esta impronta llegue al Presidente a través del ‘neotomismo’ que suscriben algunos de sus colaboradores cercanos, pero eso tampoco podría asegurarlo). Platón, Aristóteles y los estoicos – cada uno a su manera – identifican la “conducción del alma” con el cultivo de las virtudes. Reformar el alma equivale – por lo menos en un sentido – a educar el carácter y el juicio y orientarlos al bien. Hay que decir que, si esta era la intención de García, ello traduce un deseo excelente, pero que excede la función pública de la Presidencia de la República. En primer lugar, porque la tarea de la forja de la conducción ética de la vida corresponde al agente mismo y a sus comunidades básicas, espacios de reflexión y práctica que se sitúan fuera del Estado mismo: familias, escuelas, vecindarios, parroquias, etc. En esas comunidades los individuos adquieren (o no) las habilidades y formas de discernimiento libre que pueden llevarlos a la práctica de las virtudes. En segundo lugar, porque en una sociedad compleja como la nuestra (multicultural, multiconfesional) no existe un único modo de definir la vida buena buena –expresada en un único catálogo de virtudes -, y no compete al Estado definir cuál es la correcta o la mejor (me anticipo a señalar claramente que – como he argumentado en varios artículos y en un libro sobre el tema, Racionalidad y conflicto ético - nada de esto es “relativismo”; creo que la discusión racional sobre la vida buena es enormemente fructífera para las personas y las comunidades, y estoy convencido que hay concepciones de la vida buena que son mejores y más razonables que otras: lo único que quiero decir es que no le corresponde al Estado llevar y dirimir estos debates).

El Estado sólo puede exigir a sus ciudadanos que cumplan con la ley y con los principios procedimentales de la justicia, que cumplan con una “ética universal mínima” basada en el respeto de la dignidad del otro y de sus Derechos Fundamentales). Ni siquiera puede exigirle a los ciudadanos el ejercicio de las virtudes políticas, asociadas con la participación activa en los espacios públicos del sistema político y la sociedad civil – quien me conozca, sabe de mi particular entusiasmo por el ethos del ciudadano comprometido, proveniente de mi herencia intelectual aristotélica y hegeliana -. Estoy convencido que la praxis cívica haría de nuestra sociedad una comunidad política democrática e inclusiva, pero el ciudadano tiene derecho a no intervenir en la cosa pública, si así lo prefiere. Sólo el cumplimiento de esa ética universal mínima (Derechos Humanos y justicia, cuestiones de moral pública) es vinculante, y puede ser materia de exigencia absoluta de parte del Estado: su cumplimiento garantiza la convivencia social, así como la estabilidad de las instituciones. El ejercicio de las virtudes queda bajo la jurisdicción de los propios agentes y de las comunidades básicas que habitan (en las que han elegido permanecer); es un asunto extraestatal (de enorme importancia para los individuos, ciertamente).

Aquí salta la contradicción. Decimos que el Estado y sus autoridades sólo pueden exigir de sus funcionarios y de todos los ciudadanos el cumplimiento de los principios de la ética universal mínima. Sin embargo, el silencio del discurso presidencial en materia de políticas públicas en Derechos Humanos y lucha anticorrupción ha sido evidente y penoso. El tema de la justicia redistributiva ha sido tocado con una delicadeza cortesana. La innoble alianza con el fujimorismo para lograr la Presidencia del Congreso (¿A qué precio?) con visita incluida del ministro del interior al reo Fujimori (¿Para negociar qué?) muestra que el item “moral pública” parece no ser necesariamente una prioridad para este gobierno. El mensaje del 28 no dice una sóla palabra sobre la masacre de Putis o sobre las recomendaciones de la CVR. Ninguna propuesta para el control ciudadano de la gestión de los funcionarios públicos. Esos sí son temas de “reforma ética” que competen al Estado, y que el Ejecutivo y el Legislativo tendrían que considerar con especial dedicación y esmero. Toda esa alusión presidencial a la “reforma del alma” – desconectada de las problemas de Derechos Humanos, justicia social y moral pública – deviene en pura demagogia y en menas “buenas intenciones”, en el mejor de los casos, pues escapan al ámbito de su trabajo. Hay que aconsejarle al presidente que deje el tema de la virtud en manos de los ciudadanos: la vida buena es un asunto primordial para nosotros, cuya reflexión y práctica nos concierne sólo a nosotros como agentes autónomos, capaces de discernir y elegir conscientemente cómo orientar la vida. No necesitamos tener un "tutor" en Palacio de Gobierno: somos ciudadanos, no súbditos. Al Estado le compete velar por la protección de las personas y sus Derechos Básicos vinculados al bienestar, la justicia y el cultivo de la libertad. Zapatero a tus zapatos.

Anónimo dijo...

Los que creemos en un ser superior, confirmamos con una experiencia personal que solo el Creador puede realizar la "reforma del alma" manifestado en un cambio de carácter.

Anónimo dijo...

Una reforma del alma, es el suicidio del propio ser, lo correcto es decir: "reforma de conducta". La personalidad no cambia, el león es león y la rata es rata, así se ponga peluca.
Las actitudes si pueden cambiar con algo de humildad y paciencia, y un buen cambio es la tolerancia, esa "reforma de vida" es más auténtica, porque no hay una renuncia a todo lo vivido, hay una vergüenza sana que nos lleva por el buen camino del arrepentimiento y el cambio sincero y duradero.
Los que murieron en el Frontón jamás volverán a la vida, el sacrificio político de Mantilla nunca podrá ser pagado por sus "compañeros", y los niños que murieron de hambre en su primer gobierno nunca volverán a jugar con su pelota de trapo sobre los arenales de los numerosos pueblos jóvenes de Lima. Por todo esto es mejor reformar la conducta y dejar a Dios lo que es de Dios: "Las almas"

Amen.

Anónimo dijo...

Hay que ser un hijo de puta,para aconsejar a los peruanos una reforma del alma,es como si chalaquito nos aconseje a no apropiarse de lo ajeno.Alan es un tipo que tiene que hablar para ser la atraccion,hablar aunque sea cojudeces,pero hay que hablar.Si alan no hubiera salido presidente el 85 hubiera sido un Poggi II solo para ser noticia.